El presidente Macron ante un cuadro de la exposición 'Picasso. Azul y rosa'. Foto: Charles Platiau (Efe) |
PICASSO. Siempre
Picasso. Inagotable el universo artístico en la aproximación a su
enorme registro pictórico tiene, desde hace unos días, en el Museo
de Orsay de París una gran exposición dedicada a sus etapas azul y
rosa, los instantes previos a su eclosión cubista a través de ‘Las
señoritas de Avignon’. Una muestra que vuelve a recrearse en el
magnetismo que destila el pintor español, todo un seguro de vida
para cualquier museo y que marca el inicio de las grandes
exposiciones en Europa tras el verano.
La prensa de todo el
mundo recoge esa inauguración, a la que asistió el propio
presidente Macron, como un acontecimiento que pretende mostrar las
propuestas artísticas del primer Picasso, como todos lo definen.
¿Primer Picasso? podríamos preguntarnos desde Galicia. El peso de
París, la gran capital artística del mundo a principios del siglo
XX, y la descomunal potencia y repercusión de su obra en cientos de
creadores a lo largo de las décadas siguientes parecen dejar la
sensación en el aire de que antes de París no hubo nada en la vida
de Picasso, pero en Galicia sabemos bien que no es así, que antes de
París, existió Barcelona, y antes A Coruña, donde el joven
Picasso, entre 1891 y 1895, comenzó a pintar asentando en su trabajo
ciertos componentes que no iba a abandonar hasta el fin de sus días.
Y lo sabemos en gran medida por el reciente trabajo que el crítico
de arte Antón Castro ha publicado bajo el título de ‘El primer
Picasso. Retrato del artista adolescente’, en una edición en
inglés alentada por el coleccionista Jaime Eguiguren, pero que
tendrá próximamente acomodo en castellano, gracias a la editorial
Artika y a sus espléndidas ediciones artísticas.
Leyendo el libro de ese
Picasso que llega a A Coruña con diez años y se va con catorce,
gracias a las didácticas palabras del autor, se entiende la
importancia de ese momento en el que sí es el primer Picasso.
Hablamos del artista que aprende a pintar junto a su padre, José
Ruiz Blasco, profesor en la Escuela Provincial de Bellas Artes, que
también asiste a clases de pintura, que esquiva el clima atlántico
dibujando de manera febril y que realiza, con trece años, su primera
exposición. Motivos suficientes para llevarse para siempre esta
etapa adolescente con él como un baúl que abrir cada cierto tiempo
y del que extraer unas claves de su pintura que, en esta exposición,
centrada en sus etapas azul y rosa, iniciadas tan sólo seis años
después de su marcha de Galicia, todavía estarán muy presentes. Es
el interés por la figura humana, el gusto por la factura del
retrato, la atención por los más necesitados o el asentar las bases
de un realismo que se repetiría en otras épocas, como la romana
(1918-1924), significan a esta sí primera etapa de Picasso como muy
relevante para la configuración del lenguaje del genio malagueño.
Una importancia que va
incluso más allá del propio aprendizaje y atiende a cuestiones más
primarias y relacionadas con lo instintivo, que en Picasso es un
elemento vital en toda su trayectoria, hasta el punto de que tres o
cuatro cuadros de esta etapa, como ‘La niña de los pies
descalzos’, ‘Retrato del doctor Pérez Costales’ y varios de
sus retratos de mendigos le acompañaron hasta el final de sus días
en sus muchas residencias. Picasso sabía que esos rostros (como le
reconoce a su biógrafo John Richardson en unas palabras que recupera
Antón Castro) eran sus mejores retratos, nunca superados a lo largo
de toda su vida, y que tenían más valor para él que los realizados
durante sus épocas más valoradas en términos de cotización
económica. Efectivamente, sus etapas azul y rosa.
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo. 19/09/2018.
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