[Ramonismo 86]
Karmelo C. Iribarren vuelve a hacer de la ciudad en ‘El escenario’ el latido poético que caracteriza su mirada
FRANCOTIRADOR urbano, la poesía de Karmelo Iribarren, (Donosti, 1959), se ha ido amalgamando a lo largo de su obra con todo lo que emerge de ese hábitat incontrolado que es la urbe. Calles, plazas, parques, jardines, paseos, cruces de personas y bares, sobre todo bares, son las estaciones de paso en las que Karmelo Iribarren ubica su mirada poética haciendo de ella una de las más singulares de nuestra poesía.
En ‘El escenario’, editado por Visor, su autor vuelve a activar esas sensaciones que surgen de lo urbano. Apostado tras la mesa de un bar, desde una ventana, sentado en un banco de un jardín o caminando por una acera, Karmelo Iribarren nos hace cómplices, como seres eminentemente urbanos, de todos esos comportamientos en los que él mismo se fija como latido para sus versos. Una ciudad en la que la vida se abre paso desde la contundencia de lo colectivo frente a las debilidades de lo individual. Frente a esos seres dubitativos y temorosos de sus destinos, frágiles ante un devenir temporal que marca siempre una meta, un horizonte final que retrasar en la mayor medida posible pero al que, mientras, hay que observar con una mezcla de altivez y desconfianza. Cada uno de los poemas de Karmelo Iribarren tiene mucho de señalar, de anotar, casi sobre una servilleta, un fragmento que emerge de allí de donde pensamos que todo forma parte de un proceso natural en el día a día de todos nosotros. La traslación al papel de lo fugaz hace del poema notario de su tiempo, convirtiéndolo en un retazo de eternidad que llega a nosotros y que podemos manejar desde esa sensación de luz al margen de lo cotidiano.
Y empleo esa vocación de luminosidad de manera premeditada. Precisamente cuando parece que la mirada de Karmelo Iribarren se tiñe siempre de esa desconfianza ante el entorno en el que las sombras acechan, ese hálito de vida que se baliza en cada uno de sus poemarios se me antoja como una luz resistente, una suerte de esperanza a la que acogernos para no caer en el abatimiento y, pese a la ‘Lluvia de madrugada’ comprender que siempre hay ‘La alegría’, esa que «Vive en el lado opuesto de la sombra». Lo cierto es que todo este libro de poemas, todo este escenario, tiene mucho de ring de boxeo, de cuadrilátero en el que la luz y la sombra se miden ante un mundo que las necesita a ambas, al tiempo que explica, como pocas realidades, nuestra propia condición humana, explicación que siempre se debe tantear tras la creación de todo hálito poético.
«Una calle sin bar es una calle sin alma», es el comienzo de uno de los poemas de Karmelo Iribarren, y esa alma está muy presente a lo largo del poemario como refugio, como parada en el errar del poeta por la ciudad. El bar como atalaya desde la que observar un exterior, pero también un interior que cobija diferentes especies, muchas de ellas al encuentro del otro, a hacer del semejante esa compañía que tantas veces se necesita. El bar también es reloj, medida y diapasón de ese tiempo que está tan presente a lo largo de este libro de poemas, momentos que se van quedando atrás al tiempo que se acuña esa vertiginosa velocidad que surge cuando la pendiente de la vida se atisba ya de bajada. «Pasada ya la cumbre de la vida/-que dijo el clásico-,/ ahora todo es descenso», escribe el poeta en ‘Poco a poco’, y así es como ese equilibrio permanente que es toda vida, entre tiempo pasado y tiempo futuro, entre la alegría y el dolor, entre la luz y la oscuridad, va tomando forma convirtiéndose en un puente que cruzar.
Cada lectura de la poesía de Karmelo Iribarren, y disponen de una buena antología en este mismo sello de la Colección Visor de Poesía bajo el título de ‘Pequeños incidentes’, tiene mucho de esa sensación de deambular, de ir y venir, de cruzar ese umbral que es toda ciudad hacia una dimensión que explica y alumbra el mecanismo de la vida, tan extraño él, como titula en uno de sus poemas nuestro protagonista. De ese mecanismo todos formamos parte, como dientes de un engranaje que se van engarzando unos con otros. Karmelo Iribarren hace que el verso funcione como ese lubricante que alivia el roce que genera toda existencia y así sus versos mitigan nuestras incertezas y suavizan muchos de esos miedos que el tiempo se encarga de colocar ante nuestros ojos como promociones del tiempo que vendrá.
La poesía de Karmelo Iribarren se me antoja como una de las más necesarias hoy, por hacer de su vínculo con la calle una de las mejores radiografías de lo que somos, convirtiendo a la poesía en parte del camino que el poeta no duda tampoco en olisquear, al descubrir lo que significa para él a través de varios poemas alrededor de unas musas que, en su caso, no habitan en los cielos, sino entre asfalto y hormigón, materiales que necesitan de nuestra presencia para convertirse en el escenario de la vida, el escenario de nuestras vidas
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 23/10/2021
Estupendo este poemario, nuevamente. Y fantástica traslación de sensaciones en esta entrada, Ramón.
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