Como un obsequio a todos los pontevedreses se debería entender la doble cita a la que convoca el Museo de Pontevedra en sus salas del llamado sexto edificio. Obsequio, por lo cuidado en la presentación de un regalo con los nombres de dos de las personalidades más relevantes de las primeras décadas del pasado siglo en el mundo de la cultura, ambos íntimamente ligados a nuestra ciudad: Manuel Quiroga y Ramón Mª del Valle-Inclán. Genios de la música y las letras, respectivamente, que han convertido su obra en orgullo de Pontevedra.
Las notas musicales de un violín nos conducen, como si siguiéramos al flautista del cuento, hacia el interior de las salas vestidas de rojo y dorado en las que se guarda la vida de Manuel Quiroga (1892-1961). Parece entonces que nos adentramos en uno de esos cofres de terciopelo en los que se guarda algo lujoso, algo dotado con la condición de extraordinario. Muchos pueden conocer los logros de Manuel Quiroga, sus éxitos musicales, sus giras mundiales y su desgracia, pero al salir de esta exposición uno se lleva algo más, se lleva la comprensión de una abrumadora personalidad que hizo tanto del violín como del pincel dos armas con las que enfrentarse a un mundo que coronó y del que lentamente se fue despidiendo en una cruel bajada a los infiernos. Mientras se siguen escuchando esos sonidos de violín, ahora acompañados por el piano de la que sería su esposa Marta Leman, recorremos las diferentes etapas en que se ha estructurado esta muestra en torno a nuestro violinista más universal y una de las personalidades más relevantes de la historia local, organizada con motivo del cincuentenario del fallecimiento del violonista y basada en los riquísimos fondos que fueron donados al Museo de Pontevedra por su hermano, el que fue conocido arquitecto, Emilio Quiroga. Una generosa aportación que no deja fisuras en la vida de este personaje cuya sensibilidad se traduce en cada fotografía, en cada retrato de él realizado o en cada una de las muchas obras que cuelgan de estas paredes y que lleva su firma pictórica. Y es que Manuel Quiroga, ampliamente reconocido y aplaudido como violinista, también fue un extraordinario pintor y caricaturista, y esto es algo de lo que más sorprende en esta exposición. Su capacidad para crear trazos, no solo los que fluyen por el aire con su música, sino también los que se estampan sobre un papel o un lienzo. Las caricaturas de personajes relevantes del mundo de la música, coetáneos con el vilonista pontevedrés, como los directores de orquesta Alfred Cortot, Pierre Monteux o Gabriel Pierné o los compositores Fritz Kresler, Richard Strauss o Manuel de Falla, evidencian la pericia de quien también ha realizado obras sobre lienzo de la calidad del autorretrato que ilustra estas líneas y donde el artista se capta de una manera firme y decidida en 1930, en plena madurez creativa, con el mundo entero bajo sus pies reconociendo los méritos que un año después le llevarían a ser condecorado con la prestigiosa Legión de Honor francesa.
De Manolito a Manuel | Lo que podría calificarse como un milagro, el llegar al Olimpo de la música a partir de una recóndita capital de provincias en una España sumamente atrasada frente a otros países, se produjo en la figura de Manuel Quiroga. Aquella Pontevedra finisecular realizaba el tránsito del siglo XIX al XX entre las ruinas de un pasado glorioso y los progresos que asomaban al amparo de la nueva capitalidad provincial, pero si algo se mantenía en esta ciudad era su actividad cultural, que en el aspecto musical se centraba en el Palacete de las Mendoza-donde había tocado con su violín Pablo Sarasate, cuyo padre estaba destinado militarmente en Pontevedra a mediados del siglo XIX- y el café Moderno. En ambos el joven Manolito Quiroga ofreció sendos recitales que asombraron a todos e hicieron confiar a la ciudad en las bondades del crío. Pontevedra ya era un escenario minúsculo para Manuel Quiroga que entre 1909 y 1911 se forma en París, logrando en ese segundo año el primer premio del Conservatorio de París, el mejor aval para su futuro artístico. En París conocerá también a la que será su esposa desde 1915, la pianista Marta Leman. Entre 1914 y 1917 dará el salto a América ofreciendo recitales por todo el país, desde Washington a Sacramento. A su regreso Galicia se volcará en homenajes, Pontevedra ya lo había hecho tras el éxito parisino llevando en volandas, físicamente hablando, al triunfador desde la Estación de Ferrocarril hasta su vivienda en la calle que hoy lleva su nombre, pero de nuevo lo hará ante la consolidación mundial del violinista aclamado ya en el mismísimo Carnagie Halle de Nueva York, donde las palmas de no menos de cinco mil personas echaron humo ante tan alta expresión de virtuosismo. Y así, mientras el violín y su sonido sigue transportándonos a esos días de gloria recorremos con la mirada un sinfín de objetos y esas estaciones de paso en la vida de Manuel Quiroga que, de manera tan sensible y apasionada, ha ido confeccionando el equipo del Museo de Pontevedra con el comisariado de Fernando Otero Urtaza, fiel devoto y acérrimo defensor de esta figura. Defensa muy necesaria ante el olvido que durante décadas ha recaído sobre quien fuera motivo de orgullo para la ciudad y que solo a partir de los años noventa comenzó a reivindicarse desde diferentes foros, como la instalación por parte del Concello de un busto de Asorey en los Jardines del Doctor Marescot. Ese olvido comenzó a forjarse con el desgraciado accidente acontecido en 1937 en Times Square cuando un vehículo atropelló al pontevedrés dejándole graves secuelas que cercenaron su actividad musical pero que alentaron su faceta plástica. El último capítulo de la exposición vuelve a sorprender por las caricaturas hechas de personajes del mundo de la música, como José Iturbi, Pau Casals, Bouillon o Locatelli, y por la proyección del único testimonio en movimiento del que se tiene constancia en el que aparece el violinista junto a su esposa, acompañando a la familia Landín, poseedores de este tesoro, no solo documental sino cinematográfico. En esa sala se consuma la historia de aquel niño que empezó siendo Manolito y acabó como Manuel Quiroga y al que Valle-Inclán en su poema ‘Del celta es la victoria’ cantó: «Podrán de tu violín las voces de oro, encantar a los tigres de la usura, y al can rabioso que soporta el foro. ¿Has oído la voz que lo augura?
Retratos de Valle-Inclán | En ese poema se dan cita ambos, los dos rostros de la genialidad que también comparten este doble espacio en el Museo de Pontevedra. Dejamos atrás los sones del violín y nos adentramos en el territorio del esperpento a través del Valle-Inclán retratado, es decir, a través de cómo los demás han visto al dramaturgo más importante de las primeras décadas del siglo XX en una España crepuscular, derrotada desde 1898 y ante la que el escritor situó unos espejos cóncavos que le mostrasen sus propias vergüenzas. Al mismo tiempo que literatos, pintores, ilustradores o fotógrafos inmortalizaban al escritor de Vilanova de Arousa, aquel cuya efigie fue inmortalizada en letra por Alfonso Pérez Nieva en ‘Revista de Madrid’ en 1895: «...rostro avellanado y pálido, ojos inquietantes tras unos lentes inquietos, que amenazan siempre caerse y largos cabellos negros, tan largos que le caen hasta los hombros y sobre el cuello de la camisa lindante con el occipucio». A partir de ahí se daba a conocer la figura de quien en palabras del mismo autor «Ha llegado a Madrid con un tomo de novelas que titula Femeninas...» y que diferentes coetáneos han ido apuntalando. Tras superar esas «barbas de humo, un humo hacia abajo en vez de ser un humo hacia arriba», como escribió el siempre inteligente y mordaz Ramón Gómez de la Serna , que reciben al visitante la entrada de la muestra junto a unas lentes, se despliega esa doble perspectiva del escritor, la literaria con frases como ‘Sansón de guardarropía’ (Jesús Muruáis), ‘Don Ramón de las barbas de chivo’ (Rubén Darío), ‘Barquero de la Estigia , Bradomín de las rosas’ (Gerardo Diego) y la plástica, con una larga colección de dibujos y pinturas que conformaron la estampa del escritor.
Barba y lentes| No se puede concebir un retrato de Valle-Inclán sin sus largas barbas y sus gafas redondeadas, ambos elementos definen por sí mismos a su figura, una de las más singulares del parnaso artístico del pasado siglo. Con mayor o menor fortuna, barbas y gafas han ido desfilando por las trayectorias de varios artistas, son espectaculares las representaciones realizadas por Anselmo Miguel Nieto y por Rodríguez Corredoyra, llenas de misterio y de un simbolismo fascinante, junto a ellas podemos destacar los retratos, hasta tres grandes óleos de Juan Echeverría, entre ellos el que ilustra de forma principal esta página. Un retrato de perfil, algo que remite a soluciones clásicas y que transmite el halo de gloria del representando que parece jurar sobre un libro su compromiso con las letras, como apunta el profesor José Manuel López Vázquez en el interesante texto que se incluye en el catálogo de esta exposición. Llena de espejos colocados ante unas barbas y unas lentes, es decir, colocados ante Ramón Mª del Valle-Inclán.
Publicado en Diario de Pontevedra 27/11/2011
Autorretrato de Manuel Quiroga
Retrato de Valle-Inclán (Juan Echeverría)
Me parece que, en líneas generales, los hombres somos más extremos que las mujeres, en el sentido de que somos más dados tanto a la genialidad como al desastre.
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