Nunca una
huella significó tanto para un hombre y la humanidad como el tatuaje que Neil
Armstrong dejó sobre la superficie lunar. La impresión de su pie, retransmitida
a todo el mundo en plena Guerra Fría para mayor gloria yankee, ha ocupado, casualmente,
durante estos días de agosto parte de mi tiempo con la lectura de ‘El viento de
la luna’, novela en la que Antonio Muñoz Molina se sirve de ese hecho para
acompañar el relato autobiográfico de su adolescencia. Una huella que
metaforiza todas las huellas que deja una vida. Piensen lo importante que sería
para toda la humanidad aquel alunizaje para que un adolescente entre olivos
jienenses asistiese admirado a esa retransmisión en una de aquellas grises
televisiones del franquismo. Esa huella se convirtió en más que un recuerdo
histórico, siendo parte de una vida que necesita de estos hitos para aferrarse
a una memoria que, en manos de un escritor, se pueden convertir en un vibrante
rastro. Y es en esos rastros donde el autor ofrece lo mejor de sí, un compromiso
con su oficio a partir de su propia existencia. Lo compruebo con la lectura,
durante este decaído verano gallego, de las últimas obras publicadas de Paul
Auster, William Faulkner o J. M. Coetzee: Diario de invierno, Cartas escogidas
y Verano, junto a la del escritor español, para reconocer las huellas que
ningún viento podrá borrar. Huellas, estas sí, con vocación de eternidad.
Publicado en Diario de Pontevedra 1/09/2012
Un Auster menor! No acabo de pillar ese recurso a la segunda persona para hablar de sí mismo. Aún así, es Paul Auster!!!!
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