Se presentó Manuel Jabois en Madrí, que diría Gistau, con un libro en un
brazo y un niño en el otro. “Llega un mozo de Pontevedra que escribe como
Camba”, se cuenta que se iba cantando por las esquinas zarzueleras mientras a
Pedro J. se le hinchaban los tirantes. ‘Irse a Madrid’ había sido su libro
anterior, un columnario que para sí querría Ana Pastor para sustentar ese AVE
hasta Madrid que, cada raíl que coloca, parece que la capital huye unos
kilómetros más allá.
Estaba claro que Manuel Jabois no podía esperar a que se colocase toda la
catenaria para presentarse en Madrid, así que afiló las espuelas y se subió a
lomos de sus palabras, con ellas coceó a algunos, engatusó a varios y enamoró a
muchas. De esas enamoradas emergió Ana, que se lee igual de atrás hacia
adelante, como de adelante hacia atrás. ¡Un palíndromo!, gritaría Anson
enarbolando a ‘Manu’. Y es que Ana gestó y parió a Manu, al tiempo que Jabois
gestó y parió a ‘Manu’, y todo ello sin despeinarse, el muy cabrón. Unas pocas
páginas con forma de libro merecedoras del Premio Bodegas Olarre & Café
Bretón, en las que se encierra al columnista ágil y brillante que es, aquel que
en una frase abre las carnes de la realidad al tiempo que compone en el lector
una carcajada estentórea que provoca la aviesa mirada de ese paciente que te
acompaña en la sala de espera del dentista.
Porque ‘Manu’ se lee así, un poco aquí y un poco allá, y a la que te
despistas el libro se acaba y tienes que decirle al camarero que te caliente el
café. Y es que leer a Jabois siempre es algo muy rápido y por qué, pues porque
escribe muy bien y todo fluye como la vida, que diría un cursi, y yo lo soy, y
más en este libro en el que precisamente ese es su argumento, la vida, la de
Manu y Ana, pero por supuesto la de él, ¡solo faltaría! Un triángulo en el que
se encierran miedos y dudas al tiempo que copas, risas y excesos que algo de
Sabina hay que poner también para musicar este canto gozoso que desemboca en
todo lo que rodea a un personaje convertido en persona, en un ser de carne y
hueso que en muchas ocasiones podíamos confundir con un invento literario.
A Manuel Jabois no le hace falta configurar aquello que los críticos no
se cansan de rastrear al leer un texto, que es un alter-ego. A él le sobra el
alter, con el ego le llega para adornar ese don prefigurado en la figura del
abuelo varada en el Macondo lilaino, ante cuya presencia el libro ofrece lo
mejor por ese registro diferente al descaro habitual. Un refugio entre tanta
felicidad para poner los pies allí donde lo negro convierte el blanco de la
vida en gris, para apropiarse la escritura de una sinceridad que en otras
líneas se pinta con el trazo gordo y el disparate.
Este gran reportaje, sin más imágenes que una ecografía, nos presenta al
autor del día a día, a ese que anota en servilletas o en el propio móvil las
balizas de lo cotidiano para luego ser inspiración y creación. Con todo
encuadernado uno se llega a Madrid y empieza a centrar miradas, a concitar
atenciones de una corte que, siempre ante la llegada de un gallego, primero se
contrae (no vaya a ser) y luego se libera en abrazos, cócteles y digresiones,
en este caso literarias, para olfatear huellas y precedentes, como si el
fantasma del solitario del Palace necesitase de alguien que rompa el hechizo
que le condena a vagar entre sobremesas y salones. Por el buen camino va el
pollo, consiguiendo que Antonio Lucas escriba de él: “Es un tipo de Pontevedra
con aspecto de leñador en los bosques de Wenceslao, capaz de echar un vistazo,
poner el hocico apuntando a lo alto y saber leer el paisaje entre lo quedón y
el desafío, tirando de una ironía hecha por dentro de bruma y por fuera de
gracia”. Y esto es, palabra de Dios.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo
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