ARRACIMADOS
ANTE el modernismo de la Casa Batlló, decenas de japoneses me dan la
bienvenida en una Barcelona iluminada por un sol mediterráneo que convierte la
jornada en una brillante experiencia alrededor del mundo de las letras. Esos
japoneses solo se separan del grupo para ampliar el plano de sus cámaras y que
las ondulaciones modernistas tengan como fondo un límpido cielo azul. Otros
prefieren cruzar el Paseo de Gracia para recalar en Chanel o en Burberrys para,
minutos después, pasear con una sofisticada caja que a uno le cuesta entender
que llegará al país del sol naciente tal y como salió del comercio, y eso que
allí dentro lo que parece que se contiene es una docena de panellets en vez de
un bolso o un foulard.
Barcelona
se muestra hermosa, repleta de turistas que desafían a un frío matinal acosado
por un sol que empieza lentamente a calentar el ambiente. Decenas de lenguas
que encuentran en el catalán el acomodo perfecto para simbolizar el crisol de
culturas que tan bien le sienta a cualquier urbe que se precie. Barcelona está
tranquila, muy alejada de esa crispación que desde kilómetros de distancia se
nos pretende transmitir tantas veces. No hay dragones descabezando a niños por
las calles, ni San Jorges librando batallas en las Ramblas, y además Neymar ya
juega el fútbol. Calma chicha que diría la gente de la mar. Hasta esa mar toca
bajar por unas Ramblas llenas de floristas y de puestos con los artículos más
variopintos. Desde su atalaya Colón dice que hasta aquí hemos llegado, mientras
con su dedo señala, como no, a Porto Santo en Poio, aunque muchos crean que
apunta más allá.
El
Museo Marítimo está ya dispuesto para acoger a uno de los premios más
prestigiosos de la narrativa en español. Prestigio del bueno, del de la buena
escritura y no el prestigio del gran pecunio, que de esos ya hay demasiados. La
editorial Seix Barral tiene ya todo previsto para desvelar quien toma el relevo
de Fernando Aramburu, ganador del pasado año. Empiezan a llegar periodistas
culturales (que lo hay, no se crean) de los medios y puntos más dispares de
nuestra geografía, y entre ellos empiezan a desfilar algunos de los escritores
que publica Seix Barral y que uno empieza a identificar: Ricardo Menéndez
Salmón, Jesús Carrasco, Adolfo Ortega... gente de la casa, digamos, a la que en
un goteo incesante se empiezan a unir otros escritores para componer así uno de
esos parnasos literarios tan complicados de entender fuera de una convocatoria
como esta. Juan José Millás, Dolores Redondo, Juan Manuel de Prada, Juan
Marsé... empiezan a aflorar en un delirio que uno tiene delante componiéndole
una figura entre el asombro y el sentirse dentro de un sueño. «Pero si están
todos, si están todos....», no deja uno de pensar, mientras el desfile
continúa. Rosa Montero, Clara Usón, Ignacio Martínez de Pisón, Felipe Benítez
Reyes, Enrique Vila-Matas. Escritores y más escritores, y también Boris
Izaguirre.
Es
la hora de dar a conocer el ganador y ganadora. Autor y novela, y es cuando el
jurado, también de tronío, conformado por José Manuel Caballero Bonald, Rosa
Regás, Manuel Longares, y la directora de la editorial, Elena Ramírez,
flanquean a Fernando Marías (no, no es hermano de Javier Marías), quien recorta
su sombra sobre una proyección que nos muestra la portada de esa novela en la
que un padre da la mano a su hijo. ‘La isla del padre’ es su título. Ella es la
culpable del cónclave y de ese humo blanco que empieza a salir de los
ordenadores y los móviles de muchos de los presentes que comienzan a salpicar
las redes sociales y las webs de sus medios de comunicación con los datos que
se empiezan a ofrecer sobre la novela. Toma la palabra Caballero Bonald para
hablar del «miedo mutuo» que sustenta este libro y la recuperación
memorialística de «algo que pudo haber sido pero que finalmente no fue»; coge
el relevo Rosa Regás para denotar la «convergencia tardía» entre un padre y un
hijo separados por la vida, pero dejando espacio para un «final feliz»; y
finalmente, Manuel Longares se ciñe a un interesante proceso que él entiende
que realiza el galardonado consistente en «convertir al padre en un personaje,
lo que lo hace inmortal, teniéndolo así siempre a su lado».
Llega
la hora de oír al vencedor, a un Fernando Marías que se ha pasado el último
verano encerrado en la que fuera casa familiar durante más de cien años para
escribir esta novela en la misma mesa en la que estudiaba de niño. Un intento
por expiar sus demonios y ponerse a bien con su padre, pero también consigo
mismo. Todo se limitaba a «escribir desnudo» y a relatar lo que había de vida
en común entre un ser que muchas veces desconoces pero al que en un momento
sientes el deseo de volver, quizás no tanto para entenderlo como sí para
entenderse a uno mismo.
De
todo esto fue consciente Fernando Marías cuando su padre le tenía cogida la
mano segundos antes de fallecer y cuando ya sin fuerzas para hablar sintió «el
latigazo de la mirada de ese padre», en ese preciso momento surge el «deseo de
escribir un libro». Un libro que, pese a lo que pueda parecer, por cómo se origina,
está lleno de luz, de descubrimientos, de hallazgos y aventuras que convierten
a este libro en un libro luminoso, en un libro sobre la vida.
Y
vida es precisamente la que quieren y necesitan todos los presentes que, en
cuanto se levanta la sesión, pasan a un impresionante salón pétreo en el que se
empiezan a formar corrillos de escritores, periodistas, editores... todos
charlando en una camaradería que poco tiene que ver con luchas intestinas y
esos odios que tantas veces se gusta plantear en estos territorios de la
creación. Copas de cava brindando entre sí por una reunión de amigos
conformando otra isla, la isla de los escritores. En ella todo son comentarios
elogiosos hacia el ganador, una persona que parece haber abierto una puerta
(con lo difícil que siempre es esto) novedosa dentro de su literatura. Los
escritores hablan entre sí, se abrazan y reconocen, quizás, muchos hasta dentro
de otro año no vuelvan a coincidir en esta isla que la editorial Seix Barral,
con su buen hacer, convierte en un territorio casi mágico con un hada de pelo
blanco que no deja de lograr que todo sea perfecto. Se llama Nahir Gutiérrez y
su varita mágica es un carácter lleno de amabilidad y atenciones hacia los
demás, te llames Marta Rivera de la Cruz, José María Pou o Ramón Rozas.
Cruza
entre la muchedumbre José Manuel Caballero Bonald, y tras él, como un venerable
Jedi, se reconoce una especie de fuerza telúrica que sobrecoge por todo lo que
conlleva. Una estela como la que dejaba mientras navegaba por la Ría de
Pontevedra junto a su buen amigo el doctor Barros Malvar, capítulos de
‘Entreguerras’ que sirven para unir océanos gracias a las letras y a la
memoria. Una tupida vegetación que participa de muchas islas maravillosas,
también de esa ‘La isla del padre’ que nos convoca en un encantamiento que ya
toca a su fin.
Abandono
ese islote frotándome los ojos, pellizcándome creyendo haber hablado con David
Trueba, o quizás no... choco con dos japonesas que salen de La Boquería
llevando un cucurucho lleno de briznas de jamón. Demasiado real para ser un
sueño.
Publicado en Diario de Pontevedra 15/02/2015
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