Un instante de la conversación entre Susana Pedreira y Rosa Montero en la librería Cronopios (Rafa Fariña) |
Un fragmento de piel, un trozo de carne
humana, ocupan la portada del último libro de la periodista y escritora Rosa Montero convertido en uno de los
mejores relatos publicados el pasado año, según consideración de los críticos
de El Cultural que lo colocan en el
tercer puesto de uno de esos listados que, con mayor o menor fortuna, buscan
calibrar nuestras letras.
El pasado jueves la propia
escritora se presentó ante sus seguidores para llenar la Librería Cronopios y parte de una calle que acogía uno de esos
milagros que de vez en cuando provoca la literatura, la de convocar a la gente
ante un autor, ante una persona capaz de involucrarte en una historia creada
por él y hacerlo de tal manera que genera un vínculo de afectos y admiraciones.
Con la acera llena de público y un interior rebosante, Rosa Montero participó
de una conversación con la periodista Susana
Pedreira, otra de esas joyas que dan brillo y orgullo a esta ciudad llena
de piedras preciosas, en la que ambas dejaron patentes sus capacidades. Una
como entrevistadora, como periodista capaz de colocar ante el público a un
entrevistado para irlo poco a poco desmenuzando como un trozo de tarta, miguita
a miguita, siendo cuanto más pequeño el trozo, cuanto más se baja al detalle,
más suculento; y la otra, como escritora, algo que ya viene de serie, pero
sobre todo como escritora capaz de empatizar con el público, de hacer visible
lo que muchas veces se esconde bajo la piel más o menos gruesa del texto.
Y nunca mejor dicho lo de piel, porque La carne es una novela de epidermis, de
roces permanentes con el ser humano al que, como tantas veces en sus
novelas, intenta explicar Rosa Montero, en este caso haciendo del paso del
tiempo el diapasón de la vida de una mujer confusa tras el abandono de su
amante y buscando venganza a través de la compañía de un gigoló. Rascar esta
aparente fina piel nos lleva a una historia cribada a través de numerosos
personajes, los que rodean la vida de la protagonista, pero también las
existencias de un relatorio de escritores excéntricos, perdón, escritores
malditos de la historia de la literatura que balizan el relato, no solo como señal,
sino como síntoma de la propia vida de la protagonista, reuniéndolos a todos
bajo ese poliedro que es el amor, lacerante a veces, reconfortante otras, pero
convertido siempre en el umbral que superar ante un nuevo estado de
nuestras vidas.
Esa vida desborda a Soledad Alegre, que así se llama, e incendia toda la novela para,
de nuevo, lograr eso que puede parecer un cliché literario, y que muchos
autores asumen como pose y no como auténtica reflexión sobre su obra, como es
el lograr que sean los propios personajes los que cuenten la historia, los que
orillen al yo autor para surgir de ese mismo inconsciente en el que residen los
sueños y donde procura sentarse a escribir Rosa Montero.
En ese momento es cuando la
entrevistadora deja en el aire un turbador «¡Y yo qué!», es decir, la
visibilización de la simbiosis del lector con la lectura, la identificación de
quien sigue la historia con el espejo que se le ha colocado delante a través de
la palabra. Susana Pedreira dista, y mucho, de la edad de la protagonista de la
novela, pero eso lo que nos sitúa es ante un tema eterno, el permanente miedo
del ser humano ante el envejecimiento, ante la progresiva destrucción del
cuerpo y las cicatrices que nuestros actos van depositando sobre esa endeble
coraza que es nuestra piel. Y es en esos instantes cuando la novela te coge por
la pechera para redimensionar tu propia vida, para hacerte pensar durante unos
segundos, que pueden convertirse en eternos, en tu propio caminar y sobre todo
en esa locura en que se están convirtiendo nuestras sociedades actuales en las
que las metas para la consecución de la felicidad parecen alejarse de nosotros
con cada uno de nuestros pasos repletos de insatisfacciones, de excesos
originados desde el desengaño, despreciando lo realmente importante, todo
aquello que, normalmente viene asociado a la sencillez y a la cotidianeidad.
Justo lo que permite que aprendamos a vivir el presente, el aquí y el ahora,
como defiende Rosa Montero y como exhibe en un magnético tatuaje en la parte
alta de su espalda que nos ofreció a los pontevedreses como tributo a la vida: Ni pena ni miedo, se podía leer sobre su propia piel, palabras del poeta chileno
Raúl Zurita traspasadas de la aridez
del desierto de Atacama a la piel
inspiradora de una escritora que nos ha querido hacer cómplices de otra piel,
de otra carne en la que tocarnos a nosotros mismos y desde donde borrar esa
línea tan frágil entre la realidad y la ficción.
Publicado en Diario de Pontevedra 14/01/2017
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