[Ramonismo 169]
'No te veré morir’ hace del amor un firme ejercicio de resistencia del ser humano ante las derivas de la vida
AMBAS magnitudes físicas, espacio y tiempo, tienen en el amor y sus efectos uno de esos imprevisibles elementos capaces de ponerlo todo patas arriba, de variar el rumbo de los acontecimientos, de hacer del destino un itinerario incierto lleno de imprevisibles consecuencias para el ser humano.
Antonio Muñoz Molina apuesta por el amor como argumento de su novela, ‘No te veré morir’, (Seix Barral), en la que de manera más que meritoria, tras su reconocida trayectoria literaria, no sólo se mide con el hecho de contar una historia, sino con un desafío a sí mismo a través de una propuesta que hace de lo que se cuenta un arriesgado ejercicio de escritura que nos muestra cómo el autor debe estar siempre atento a lo no esperado, a aquello que demanda y hasta exige la propia historia, aunque esta haya sido maquinada de diferente manera. Algo que no hace más que evidenciar que los personajes y sus vidas son los que deben marcar siempre cómo contar una historia, incluso por encima de lo previsto por su autor cuando se enciende esa inspiradora luz en la oscuridad.
En esos riesgos sobresalen dos elementos, uno lo encontramos en la primera de las cuatro partes en que se divide la novela, una amplia presentación de los protagonistas escrito de manera continua durante sesenta páginas, sin puntos, con el único respiradero de unas comas que le conceden a la narración una visión de conjunto que nos adentra de una manera muy especial en lo que sucede entre Gabriel Aristu y Adriana Zuber. Y lo que ocurre es una historia de amor suspendida en el tiempo por la distancia física entre dos continentes, entre dos existencias enmarcadas por sendos paréntesis que vuelven a encontrarse cuando a ambos les merodea la muerte en el final de sus vidas. Estados Unidos y España se fijan como dos escenarios en los que desarrollar unas vidas que permiten al autor establecer toda una serie de relaciones entre ambas latitudes y lo que significaron en un determinado momento para las personas en el devenir de sus comportamientos personales y profesionales. El barrio de Salamanca, Virginia o Nueva York, ámbitos que conoce perfectamente el escritor por su propio discurrir vital, nutren el relato de toda una serie de elementos que forman parte de esa belleza de lo cotidiano a la que no solemos prestar atención. Dos sociedades muy distantes, no sólo en lo geográfico sino también en sus modos de vida, en sus configuraciones espaciales y sensoriales, incluso en esa cotidianidad que marca de manera más importante de lo que pensamos nuestras vidas.
El otro elemento por el que apuesta Antonio Muñoz Molina es por la pluralidad de perspectivas, por trabajar diferentes miradas a la hora de observar y entender una misma realidad. Ante algo tan complicado de conseguir el autor logra que esa múltiple manera, de estirpe faulkneriana, de acercarse a un mismo hecho, nos ofrezca una inteligente forma de comprender la realidad plural que rodea la historia de amor de la pareja y que se mueve también por el desfiladero de los sueños, reducto en el que, pese a la distancia física, sí es posible compartir la presencia de la persona amada que, aunque no esté de manera real siempre está presente. Cómo miran e interpretan esa realidad otros personajes permite ampliar el espectro de una historia colmada de un vigor literario que, como suele suceder con Antonio Muñoz Molina, cautiva al lector de manera irremisible, acrecentado, en esta ocasión, por ese portentoso arranque ya comentado, y a través de páginas llenas de ternura, de elementos de la cultura que la posicionan como un salvavidas ante la marejada, y de los contrastes entre la juventud y esa última etapa en la que todo posee esa sensación de despedida, de manos que se acarician por última vez.
‘No te veré morir’, como el poema de Idea Vilariño: «No volveré a tocarte./No te veré morir» es un intenso canto al amor y cómo este resiste al espacio y al tiempo, a lo mensurable, mientras el amor, pese a su fragilidad, une a dos personas de una forma magnética que, con la distancia precisa, pueden volver a ser uno, surgiendo un instante que se convierte en eterno, en definitivo para ambos y desde el que la vida recobra todo su sentido.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 23/09/2023
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