luns, 16 de xullo de 2012

Cuando la familia es todo

CLÁSICOS PARA UN VERANO En 1972 Francis Ford Coppola estrena la adaptación de la novela de Mario Puzo. Un producto en el que el propio Coppola no confiaba demasiado. Pero muchas veces las cosas son caprichosas y lo que empezó de manera dubitativa acabó convirtiéndose en una de las grandes referencias del universo cinematográfico. Una película ante la que los adjetivos se extinguirían y en la que  todo alcanza esa condición mítica que solo el cine es capaz de conceder a sus protagonistas.

Si en la película está prohibido el empleo a lo largo de toda la película de la palabra Mafia,  aquí no vamos a ser menos y así diremos que ‘El padrino’ es la historia de una familia. Una familia donde sus lazos se imponen a todo el resto de la acción. Un germen sagrado que debe ser protegido a toda costa y en el que sus miembros reaccionarán hasta donde sea necesario. Las grandes películas de la historia se conforman en base a sus secuencias, a sus diálogos, a una especie de fuerza endógena que las hace levitar sobre el resto para incrustarse en la sociedad de su momento y posteriormente trascender en el tiempo. En pocas películas nos podemos encontrar tantas secuencias o tantos diálogos tan firmes e impactantes como en la primera de las tres películas que componen esta saga que conforma la gran trilogía del cine contemporáneo.
El 15 de marzo de 1972 se estrenaba en Estados Unidos ‘El padrino’, pocas fechas antes de saltar el escándalo del Watergate que dejaba a la clase política americana a los pies de los caballos. Aparece entonces la cinta de Coppola en un momento muy concreto de la reciente historia americana, y dentro de ella no se hace más que apuntalar también a esa política incapaz de situarse al nivel del ciudadano para resolver sus problemas. Es así cuando emerge la familia como un microsistema que se autoabastece a sí mismo, al que se acude a pedir ayuda y soluciones, por muy radicales que éstas puedan llegar a ser. Una familia capaz incluso de autofagocitarse a sí misma dentro de su propia dinámica de funcionamiento.
Cuarenta años después ‘El padrino’ sigue siendo la película que mejor marca la transición entre dos periodos narrativos, entre el clasicismo del que no se aparta totalmente (partiendo de la premisa de ser una película de género) y del nuevo cine de los setenta, del cual su director fue uno de sus más activos integrantes. El director se adentraba así en un territorio intermedio que, por un lado le permitió que la película fuese un éxito en taquilla, la mejor de la historia del cine desde ‘Lo que el viento se llevó’, y por otro, su asunción como uno de los grandes directores del momento, y al que la industria acogió con los brazos abiertos al no ser sus postulados tan agresivos como lo fueron los de algunos compañeros de su generación.
Si una cuestión está clara en ‘El padrino’ es el ser una película de personajes. Tanto los principales (en los que Coppola se encaprichó pese a los consejos contrarios a la elección de Marlon Brando o Al Pacino) como los secundarios, están poseídos de una enorme fuerza y es el choque de esas fuerzas el que hace avanzar la dinámica interna de la película. Si lo de Marlon Brando como don Vito es algo inenarrable, sobre su interpretación han corrido ríos de tinta, en cuanto al magnetismo de su presencia, o como con una concisión de gestos y miradas se es capaz de construir un personaje que va a estar implícito más allá de su muerte. Como si Marlon Brando trabajase, no solo en relación a su presencia, sino también de cara a su ausencia. Es como uno de aquellos fantasmas shakesperianos que tras la muerte del personaje permanece como un personaje más. Entiendan que no es casual esta cita al drama shakesperiano, pero es que el ‘El padrino’, como en toda gran narración, permanecen y conviven muchos de los elementos configuradores de la gran tragedia clásica griega. Por que al fin y al cabo ‘El padrino’ es en sí una gran tragedia, no solo familiar, sino también social de esa América setentera en estado de convulsión casi permanente.
Y como gran elemento de la tragedia, el destino, y ese destino y la lucha contra él será el que se pegue a la piel de Michel Corleone, el sucesor del clan y no muy de acuerdo con los métodos de la familia. Pese a su lucha interior acabará aceptando su posición en ese entramado, su inexorable transición hacia el punto más alto de una pirámide de la que él será la cúspide de acción. Un destino sangriento que como el de la propia humanidad aquí se rastrea desde su propio origen, desde una niñez teñida por el calor siciliano y así hasta la América de la inmigración.
Estamos por lo tanto ante uno de los grandes frescos de la identidad americana, solo equiparable a los realizados por otro de los directores emergentes de la década Martin Scorsese. Ambos conocedores de la necesidad de mirar al pasado para entenderse a sí mismos y a la sociedad de nuestros días. Una sociedad en la que la violencia y la corrupción, como parte de la lucha por la consecución del poder, es una de sus grandes dinámicas de funcionamiento. Es ‘El padrino’ y su secuela el primer gran mirador que el cine compuso sobre esa América. Una mirada tan lúcida como apasionada y necesaria para entender la historia y el cine.


Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 15/07/2012

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