Me gustan los escritores que se reinventan.
Los que se conducen por territorios poco explorados por ellos mismos. Aquellos
que huyen de los previsibles éxitos que su buena escritura y el manejo de
ciertas armas les aseguran de antemano. Sergio
del Molino, con sus últimas novelas, se había acogido a ese derecho a
disfrutar del éxito de sus libros, a su prosa sin artificios, pura, resultante
del dolor, en ocasiones, pero siempre cautivadora y un punto enigmática. Y de
repente escribe un ensayo. Sí, señores, un ensayo, seguramente el género menos
leído en nuestro país, con permiso de la poesía. El folio en el que volcar
pensamientos y reflexiones, precisamente en este país en el que tan poco gusta
pensar y reflexionar.
‘La
España vacía’ es uno de esos libros imprescindibles para entender buena
parte de la España de hoy, ahora
encerrada en este volumen. La misma que emana de una geografía de arideces
humanas, en buena parte reflejo de su propio paisaje, en la que tan poco nos
hemos parado a pensar sobre nuestra historia y sobre de qué somos hijos. Sergio
del Molino enfrenta la España urbana, receptora de población, con la España
interior y despoblada. Desde esos dos países que enarbolan una misma bandera, y
en ocasiones, ni tan siquiera eso, se origina una mirada repleta de lucidez y
de talento narrativo, dejando la palabra ensayo en un arcano remoto para
convertirse en una radiografía de muchos de nuestros males como sociedad. El
abandono progresivo de pueblos y localidades que sucumbieron al paso del tiempo
y la rotundidad climática y visual de su paisaje, la implantación de esa
población en las grandes ciudades, su incidencia en el actual sistema
electoral, la mirada que desde el siglo XIX ilustres visitantes románticos procedentes
de Europa fijaron como un cliché
patrio, o las visiones que diferentes escritores españoles configuraron sobre
nuestra propia realidad, permiten gestionar, frente a frente, una forma de
vivir, una manera de relacionarse con un hábitat que hizo y hace de España un
ámbito muy diferente al resto de esa Europa a la que nos enganchamos como
proyecto económico, más que como parte de nosotros mismos con la que sentirnos
identificados.
Galicia, con sus miles de tonalidades verdes,
con sus bosques y ríos, no casa bien con el tono pictórico del ensayo, de ahí
que apenas Galicia sale referenciada a lo largo del texto. Nuestra singular y
bendita geografía escapa del aspecto general de esa lúgubre Castilla mesetaria llena de quijotescas
y brillantes referencias, pero en cambio, no se puede evadir del todo de ese
proceso de fondo que sintetiza el libro, de ese sistemático vaciado de la piel
peninsular, cuando todos sabemos del progresivo abandono de núcleos rurales que
se ha ido produciendo en las últimas décadas en las que numerosos vecinos de
aldeas, mayoritariamente jóvenes, se han planteado su futuro en las ciudades.
Un abandono del campo que define, no solo el aspecto visual de Galicia, con sus
aldeas abandonadas, con una naturaleza sin cuidados por parte de sus moradores
facilitando incendios y despreciando recursos, con una población envejecida y
con una presencia en las ciudades del eje atlántico de esos jóvenes del rural
que, como en la España mesetaria, fueron progresivamente abandonando sus
orígenes para gestionar sus oportunidades de vida en las urbes.
Galicia ha visto como en ese universo
rural, también lleno de mitos, meigas, ‘conxuros’ y sombras (en menuda tierra
estamos para esas cosas) el envejecimiento se ha disparado a cifras que
multiplican por trece los límites de lo que se considera una población
envejecida. Lugo y Ourense pierden una población que
recala en una medida cada vez mayor en las provincias atlánticas, pero también
en territorios limítrofes y en el extranjero, y así, si Galicia aportaba hace
diez años al resto del Estado el 6,4 % de su población, en 2014 este dato se
quedó en el 5,9%. Como en el texto de Sergio del Molino, Galicia también se
mueve con dos ritmos desde dos hemisferios a los que las políticas deberían
dedicar una mayor atención para limar las distancias entre ellos, para
reintegrar población a un rural que, lejos de los paisajes yermos descritos en
‘La España vacía’, presenta enormes posibilidades para hacer brotar en ellos la
vida.
Encerrado en un libro II. Publicado en Diario de Pontevedra 9/07/2016. (Fotografía Alba Sotelo. Aldea de Serrapio en Cerdedo habitada en 2012 por solo cuatro personas).
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