Esas palabras serán
las que figuren como epitafio en su tumba de Robles de Laciana
(León). ‘Eduardo Arroyo. Pintor’. Un nombre y un oficio, el de
pintor, que honró como pocos. Pierde el universo de la plástica a
uno de sus más destacados y comprometidos activistas, porque así es
como habría que definir a su pintura, una pintura ejercida desde el
activismo. En primer lugar para reclamar su tradición y poder de
fascinación a lo largo de la historia del arte, y en un segundo
momento, por la implicación con una sociedad a la que tantas veces
desnudaba con sus obras, a través de sus figuras, con el grito de
sus colores, con sus ávidas miradas a una realidad demasiado
convulsa. España, como siempre, con sus coces y sus cabezazos, capaz
de lo mejor y de lo peor, fue, poco a poco, desfilando por las obras
de Eduardo Arroyo como en una carnavalada solanesca. Los ecos de
Goya, el recuerdo de Velázquez. Los dos genios a los que rendía
culto, no sólo a través de su pintura, sino de repetidas visitas al
Museo de El Prado donde todo empieza y todo acaba para cualquier
pintor. Donde la pintura se manifiesta en una especie de epifanía
que rinde de manera irrebatible a quien se enfrenta a ella. Desde
Goya y Velázquez, Eduardo Arroyo continuaba inmerso en la tradición
pictórica hispana de evocar desde su obra los grandes males que nos
acosan y que es imposible nos podamos sacudir, así pasen las
generaciones que pasen.
Su cabeza, esa misma
que reposará, según escribe Juan Cruz en El País, sobre un viejo
ejemplar de Robinson Crusoe (toda una declaración de intenciones
frente a la eternidad), era una coctelera en la que agitaba su
inteligencia, su agudeza y una visión descarnada sobre la política
de este país. A todo ello le daba salida desde la escritura, la
escultura y sobre todo la pintura. Artes que formaban parte de una
existencia enérgica que buscaba una especie de regeneración humana
a través de los mitos, que ya sabemos nunca defraudan. De su pintura
participaban todos ellos, desde una efectiva puesta en escena sin
distracción alguna de colores planos y figuras sobrias, en ocasiones
retadoras con el espectador. El universo del Barroco tensado con un
lenguaje actual y desafiante con su propio tiempo. Tantas veces ajeno
a su obra, tantas veces inquisidor, como en el agónico franquismo,
al que sometió a la prueba de su pintura descosiéndolo con cada
pincelada mientras el monstruo lo perseguía irritado.
Emerge así un universo
particular, una estética de la demolición de una España cutre y
soez, incapaz de reivindicar su enorme poder a partir de unas
inmensas capacidades pero que tantas veces emplea para
autodestruirse. De ese proceso es del que se nutre en mayor medida la
obra de Eduardo Arroyo, sabedor de que en ese intersticio se
encuentra siempre un volcán en erupción, un magma a la que ninguna
paleta puede equipararse. Sus exposiciones siempre fueron una
inteligente y certera radiografía de este país. También sus
conversaciones con otros pintores, intelectuales o personas de lo
común, con las que gustaba charlar dejando patente su vasta cultura
y el poder de ésta como único camino posible de regeneración.
Su pintura libre y
libertaria es ya un hito en nuestra cultura. Enjuto y descarnado, un
Zurbarán con chaqueta, en los últimos meses todavía se enfrentó a
los grandes, como a ese Rembrandt que reinterpretó para una
exposición en Francia. El fin estaba ya cerca, pero aquel manantial,
el de la mejor pintura, era el único del que poder beber hasta la
llegada de la parca para alguien cuyo oficio era, ni más ni menos,
que el de ser pintor.
Publicado en Diario de Pontevedra 17/10/2018
FOTO. EFE/David Asta Alares
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