Hace 80 años
Antonio Machado agonizaba en el pueblo francés de Colliure a donde
llegó sin nada entre las manos huyendo de la barbarie
Dignidad,
compromiso, sacrificio, lucidez, honradez, humildad, pesadumbre...
sería innumerable el listado de calificativos que se le podrían
aplicar a Antonio Machado a lo largo de su vida, y más aún en las
horas previas a su muerte, en aquel 22 de febrero de 1939 en el
pueblo francés de Colliure. Adjetivos que se podrían ir ya
rastreando a lo largo de una poesía que tuvo mucho de premonitoria
sobre lo que iba a acontecer en este país, quizás, porque como
pocos, Antonio Machado supo calibrar perfectamente que las dos
Españas seguían plenamente en pie, que ese enfrentamiento de
cabezas más preparadas para embestir que para pensar era inevitable
y que todo aquello por lo que él mismo había ido apostando, desde
los postulados de la Institución Libre de Enseñanza y el poder
regenerador de la cultura, estaba abocado al fracaso.
Estremece escuchar a Serrat cantar ese verso: «Murió el poeta lejos
del hogar./Le cubre el polvo de un país vecino./Al alejarse le
vieron llorar», escrito como acta notarial de un destino que fue precisamente ese, el de verse cubierto por el polvo de otro
país, pero también por el polvo de otro que lo expulsó a patadas
por los caminos de un caminante al que le dolía echar la vista
atrás, y al final la vista se echó al mar, a un Mediterráneo que
desde ese mismo Colliure pintaran Matisse y Derain. Pero la vista
cansada del poeta ya no veía colores, solo sombras y pesares. Su
aspecto en estos últimos días anunciaba una muerte inminente.
Calado hasta los huesos y asmático pisó Francia tras un miserable
peregrinar por Cataluña acompañado de su hermano, su cuñada y su
madre, que moriría en su misma habitación tres días después de su
muerte. Ese convoy de la desesperanza era el final de aquella España
republicana que había abierto un horizonte de esperanza al tiempo
que incendiaba a la otra media, intransigente, devastadora y
despreciable. «Españolito que vienes/al mundo, te guarde Dios./Una
de las dos Españas/ha de helarte el corazón», escribió el poeta
en el frontispicio de España para que lo tengamos siempre presente.
No es complicado traerse hasta hoy aquella poesía para explicar a un
país que no deja de ser el mismo que aquel. Durante estos últimos
meses y con unas elecciones generales a la vista, de nuevo se juega a
helar corazones, a situar bloques cada vez más enfrentados, mientras
la poesía sigue sirviendo como explicación de lo que somos o, como
el propio Machado escribió, en esa cumbre de sensatez, el ‘Juan de
Mairena’: «La poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con
su tiempo». Lo que sorprende y maravilla en Antonio Machado, de ahí
sus capacidades eternas, es que su poesía siga absolutamente en pie
tantas décadas después.
Amortajado con una
sencilla sábana, tal y como él le había dicho a su hermano, en
otra demostración de su falta de pompa, estaba el poeta, ligero de
equipaje, sobre la cama de una pensión de un país que no era el
suyo pero del que manifestó que después de muerto no debía salir
de allí. Los que le rodeaban cosieron una bandera republicana con
las iniciales bordadas de A.M. para cubrir el ataúd, y el cortejo lo
llevó al cementerio de Colliure, desde aquel mismo día convertido
en un símbolo, en un centro de peregrinaje para todos lo que quieren
honrar, no tanto a un poeta, como a todo lo que simboliza y que no
son más que esas adjetivaciones del inicio de este texto que cada
año que pasa parecen incrementar su valor.
Ian Gibson, incansable
en su cruzada por poner el foco en el papel de nombres de aquella
Edad de Plata, como Federico García Lorca o Antonio Machado, viene
de publicar ‘Los últimos caminos de Antonio Machado’ sobre esos
últimos años del poeta, completando su monumental biografía,
‘Ligero de equipaje’, y que tan bien reflejan ambos a esa España
del exilio con la que todavía hoy este país parece no saldar todas
sus deudas. 80 años después leer estos libros nos enfrenta a
nuestro propio pasado, pero sobre todo, leer la poesía de Antonio
Machado es leernos a los ojos como pocas veces podemos hacerlo.
Varios días después
de su muerte su hermano José sacaba del bolsillo de su abrigo un
papel arrugado en él se contenía un sencillo verso en el que se
contenía toda una vida: «Estos días azules y este sol de la
infancia».
Publicado en Diario de Pontevedra 20/02/2019
Fotografía: Antonio y José Machado, con los hijos de este, y la madre de ambos (Colección Fernández Melero)
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