Resulta imposible hablar de Maureen O’Hara sin el soporte de una
imagen en color. Su melena rojiza, siempre a punto de encender la pantalla; sus
ojos verdes, conteniendo todo el verde de su Irlanda natal; y su blanquecina
piel, componían una de esas estampas que solo el cine clásico pudo generar. El
blanco y negro en el que empezó a trabajar mostraba a una actriz solvente,
capaz de desarrollar trabajos en los que el carácter estuviera muy presente,
pero todo eso cambió cuando los años cuarenta y cincuenta llenaron a través de
un color empastado las salas del mundo entero como enganche con el nuevo
público del momento.
A la primera época, la del blanco y
negro, pertenecen trabajos como ‘Posada
en Jamaica’ (1939) de Alfred
Hitchcock o ‘Esmeralda la Zíngara ’ (1939) de William Dieterle, a la segunda, la del
technicolor, las películas que la situaron en el olimpo cinematográfico, el de
las mejores actrices y las más bellas. Títulos como ‘El cisne negro’ (1942) de Henry
King, ‘Simbad el marino’ (1947)
de Richard Wallace o ‘El hombre tranquilo’ (1952) de John Ford, hicieron de esta pelirroja
un fabuloso reclamo que se hizo habitual en el género de aventuras. Su impronta
irlandesa hizo el resto, y también el propio John Ford, quien ya había contado
con ella en ‘Qué verde era mi valle’
(1941), otra extraordinaria película del director que más haría para
convertirla en toda una estrella. Con él también tuvo sus más y sus menos, el
encendido carácter de ambos, irlandeses de pura cepa, dejó una relación llena
de tiranteces en la que se vio envuelto el tercero en discordia, John Wayne. ‘Río Grande’ (1950) y ‘Escrito
bajo el sol’ (1957) fueron los dos títulos junto a ‘El hombre tranquilo’ en
la que los tres generaron una de esas relaciones a varias bandas que encierran
toda una etapa en Hollywood. Pero si
una película marcó toda su carrera fue ‘El hombre tranquilo’, una de esas
películas en las que se reconoce como todo en el momento de su filmación se
desarrollaba en estado de gracia. Director, actores, guión, historia y
complicidades perfectamente engrasadas para poner ante nosotros una historia de
esas a las que te quedas pegado por muchas veces que la hayas visto. Puro cine.
Nadie puede olvidar ya a la racial Mary
Kate Danaher entre la tormenta, con su pelo rojizo empapado, mientras John
Wayne la atrae hasta su pecho; o agraviada en la playa ante el desprecio del
actor o como no, en la habitación de su hogar vestida de novia, reclamándole a
su marido que luche por su dote... y así podríamos rellenar todo este espacio
recordando escenas de una película perfecta.
Entre ambos se generó una química muy
especial, algo que trascendía a la pantalla y que John Ford había entendido
desde el principio. Ambos llegaron a aceptarla como una parte más de esa especie
de tribu que se articulaba alrededor del director del parche en el ojo.
Juergas, bebida, anécdotas y complicidades, entre las que pocas mujeres se
podían citar, pero sí Maureen O’Hara, de la que John Wayne llegó a decir: «He
tenido muchos amigos y prefiero la compañía masculina, excepto con Maureen.
Ella es un gran tipo».
Su carrera aparece repleta de esas
apariciones que excedían lo que podía ser el trabajo meramente actoral
generando una especie de imán con el espectador. Hoy en día sus películas las
vemos cómodamente instalados en nuestros sofás, en monitores de televisión que
rara vez exceden las 40
pulgadas , pero había que imaginar (háganlo no es muy
difícil) a Maureen O’Hara en una gran pantalla de cine con el technicolor
convirtiendo esa superficie en una orgía desaforada de colores. Deslumbrante.
Hace ya demasiados años el tan inolvidable en cada una de sus ediciones como
imprescindible Festival Cineuropa proyectó una de sus películas, ‘El cisne
negro’, lo que en tiempos del cine de sobremesa de los sábados se resumía como
una de piratas. Les puedo asegurar que transcurridos más de quince años de esa
edición el pensamiento de ese visionado es uno de los recuerdos más felices de
aquellos años universitarios. Una pantalla en la que entre las velas de los
barcos desplegados en una noche de luna llena que todo lo iluminaba aparecía
ese volcán en estado de erupción que solo era aplacado por los brazos del
galán. Una fierecilla indomable que llenaba la pantalla de una manera
descomunal y que transmitía la gloria de aquellas décadas inolvidables de un
cine que se acaba a cuentagotas con cada una de las muertes de los mitos que
formaron parte él. Uno de ellos fue ella, la mujer que llegó de Irlanda para
incendiar las pantallas de cine.
Publicado en Diario de Pontevedra 26/10/2015
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