El creador del esperpento es un olvidado precedente de la embajada
pontevedresa a México.
“Un tipo completamente extraño, cuya
figura exótica llamaba la atención de las gentes. Llevaba un amplio sombrero
mejicano, negra y sedosa melena, barba puntiaguda, lentes perfectamente
acomodados en una nariz nacida para llevarlos...". Así describía su amigo
Antonio Palomero el rastro de la figura de Valle-Inclán por las calles de
Madrid, poco tiempo después de su llegada de México, un rastro que no se limita
únicamente a su efigie, ya para siempre representativa de su persona, sino que
alcanza a su propia escritura y pasión literaria que nunca volvió a ser igual
tras pasar por esa Tierra Caliente, a la que llegó por primera vez con 26 años,
en 1892.
Es su propio nieto el que refleja en su recientemente publicado
libro biográfico Ramón del Valle-Inclán. Genial,
antiguo y moderno, como Ramón Mª del Valle-Inclán parte del puerto
de Marín hacia Veracruz en el buque Havre. Fue Pontevedra, la ciudad en la que
el escritor residía y en la que experimentaba sus primeras aventuras literarias
desde el periodismo, la que contempló su marcha trasantlántica, tras la que
dejó para siempre orillado el articulismo. El paso por México (al que se dice
que fue por el atractivo de esa x en el nombre del país) decidió el futuro del
escritor, recalentado por un nuevo lenguaje, por una plasticidad expresiva que
le impactó de tal manera que fue el sustento para buena parte de su escritura,
por lo menos durante los años siguientes a ese viaje, buena parte del cual
fructificó en el que fue su primer libro, Femeninas editado en Pontevedra en 1895, pero
también en obras posteriores tan importantes en su carrera como las Sonatas o Tirano Banderas.
En los catorce meses que pasa en México trabaja en varios
periódicos de Veracruz y el D.F., participa de algunos escándalos por su
afición a los duelos y se trae una maleta llena de objetos que permanecerán a
su lado durante toda su vida, recordándole el tiempo en el que por primera vez
fue plenamente consciente de querer ser escritor. En la maleta Valle-Inclán se
traía también el Modernismo, la poesía de Salvador Díaz Mirón y las
"Ráfagas venidas de las selvas vírgenes, tibias y acariciadoras como
alientos de mujeres ardientes...". Esa brisa caribeña poco tenía que ver
con las brumas gallegas, con las temperaturas de las Rías Baixas y con la estética
femenina de una sociedad como la gallega a finales del siglo XIX. El choque,
tremendo, cristalizó el deseo de experimentar del escritor y de forjar un
territorio de fantasías, ergo, la literatura.
Tras desembalar el contenido de esa maleta, de nuevo en la
Pontevedra de la que partió y con la escritura como único objetivo,
Valle-Inclán pone en circulación su talento con la previsión de marchar a
Madrid, pero para ello había que meter otro elemento en esa maleta, un libro.
Su primer libro. El mestizaje de aquel modernismo transoceánico y las lecturas
realizadas en la rica y vanguardista biblioteca de los Hermanos Muruáis del
decadentismo europeo y unas pizcas de literatura erótica, tanto de libros como
de revistas o fotografías que llegaban directamente de París, sirvieron de
nutriente para esa colección de seis relatos que integraron Femeninas. La
condesa de Cela, Tula Varona, Octavia
Santino, La Niña Chole, La
Generala y Rosarito fueron esas narraciones, algunas de
ellas serán retocadas a lo largo de los años, corrigiendo así pequeños errores
de juventud. Seis mujeres protagonizando esas seis historias que en algunos
casos irán asomando en relatos siguientes del autor. Relatos de mujeres,
pérdidas del amor, enamoramientos y pasiones, aires teñidos de Caribe,
adjetivos refulgentes, ironías bajo palmeras, aventuras, colores y calores,
sabores, miradas y sonrisas, volcanes a punto de la erupción, espumas cálidas,
flores y corazones. Es, por lo tanto, un paisaje hecho palabra, que sobre todo
emerge en La
niña Çhole, el más destacado de los seis, con un indigenismo que
posiciona al relato de manera innegable en las tierras aztecas.
Valle-Inclán y sus Femeninas harán que el Madrid cultural ponga el
ojo en aquel señor de porte tan singular que comenzaba a sujetarse a su propia
leyenda entre lo estrafalario y lo valeroso, algo a lo que estos relatos de
amoríos en escenarios salvajes no hacían más que contribuir a ello, a construir
un personaje en función de su propia obra, una imbricación entre lo real y lo irreal,
entre la vida y la obra. El artista se hacía.
En 1905 comparte vivienda en Madrid con el pintor mejicano
Zárraga al cual le uniría una gran amistad. Las Sonatas,
las Comedias
Bárbaras y Luces
de Bohemia, con su esperpento reflejado en los espejos cóncavos,
colocan a Valle-Inclán como un escritor total, un dominador de la escritura
brillante y ya considerado. México no se olvida de él y así es como en 1921 es
invitado a través del embajador en Madrid, Alfonso Reyes, a participar como
"huésped de honor de la República en las fiestas del Centenario de la
Independencia Mexicana". Ni Valle-Inclán es el mismo ni México tampoco. El
dictador Porfirio Díaz es historia y el presidente Obregón poco tiene que ver
con aquella política. Regresa Valle-Inclán pero su vista sigue en México,
también su pluma, que le sirve para descerrajar una de sus mejores obras, la
novela Tirano
Banderas, crónica de un dictador tropical, ecosistema que
posteriormente repetirían muchos de los mejores escritores latinoamericanos.
La mala salud comienza a golpear su cuerpo, empieza a pasar
largos periodos de recuperación y gusta de taparse con un zarape. Un colorido
que le abriga y confiere esa sensación de estar bajo una túnica sagrada, un
manto que le retrotrae al principio de su vida literaria. La única importante,
la que realmente se inició cuando aquella brisa cálida del golfo le anunció que
iba a ser escritor: "México me abrió los ojos y me hizo poeta. Hasta
entonces yo no sabía qué rumbo tomar".
Publicado en Diario de Pontevedra 23/08/2017
Fotografía: Javier Cervera-Mercadillo
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