mércores, 11 de abril de 2018

El aplauso

El sonido de un aplauso en ocasiones esconde un ruido espeso, lleno de vergüenzas y miserias, que resonará en este país día tras día.


Palmas al aire, que para eso estamos en Sevilla. Todavía, días después de la Convención Nacional del Partido Popular que llenó el fin de semana de una incomprensible algarabía en las filas populares, resuena la ovación que Cristina Cifuentes recibió de sus compañeros de partido, los mismos que ahora, y con el paso de las horas y las maniobras desde la sede de Génova ya no aplauden tanto, bajan la cabeza y sacan el luto del armario para el velatorio.
Si hay algo que sonroja más que el deseo personal de ver colgado de la pared el título de un máster, obtenido al precio que sea (los caminos de la vanagloria humana son inescrutables), es el ver a todo un partido político, clave en la gobernabilidad de España, y del que dependen muchas instituciones de este país, aplaudiendo a rabiar a quien desde el primer momento, y ante las claras evidencias de la mentira, se había evidenciado como incapaz de demostrar la obtención de ese título. La orgía de risas, guiños, palmaditas, besis, abrazos y selfies convirtió a esa convención a orillas del Guadalquivir en un aquelarre posmoderno, cuando todos, los que estaban allí sentados y los que se frotaban los ojos viendo la televisión, entendían que allí ya olía a muerto y no comprendían nada de lo que sucedía.
El paso de las horas así lo demuestra, con Ciudadanos alentado por el ritmo de M. Rajoy y su brillante calificativo al partido de Albert Rivera de «expertos lenguaraces», que obró el milagro para que en cuestión de horas éstos exigiesen la cabeza de Cristina Cifuentes con la que se habían mostrado vergonzosamente permisivos hasta esas palabras.
Todos a una, como en Fuenteovejuna, todos con la ‘Familia’ como reclamó la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal: «Hay que defender lo nuestro y los nuestros». A lo que se refiere con ‘lo nuestro’ no lo tengo demasiado claro y, lo de ‘los nuestros’, cada vez está menos claro que lo sean. Esas prietas las filas del Partido Popular, poniéndose de espaldas a lo que sucede en el resto de España, refleja la soberbia con la que este partido se maneja desde tantos estamentos y que alcanzan en Madrid la cumbre de esa ostentación de poder. Un Madrid corrompido hasta el tuétano y que ahora desnuda ante nosotros a la propia Universidad, servil ante el poderoso, e incapaz de mantener su autonomía como germen del conocimiento y del futuro que se debe contener en sus alumnos. Quizás sea de esta situación llena de caprichos y vanidades, la consecuencia más triste, el papel de una universidad pública como la Rey Juan Carlos I que distingue entre ciudadanos de primera y de segunda para sus exigencias académicas, que valora a unos de una manera y al resto, el ciudadano común, el que se hipoteca y sufre para que los estudiantes puedan lograr unos títulos (con cada vez menos becas y tasas más altas), que sean el orgullo de sus familias, de otra.
A esta ‘Familia’, la de Cospedal, espero que no se le olvide nunca ese aplauso grosero, y que retumbe día tras día en sus oídos como una maldición bíblica para recordarle que los pies en la tierra son la principal virtud para cualquier político, incluso para el maquiavélico Pablo Casado que, en una sobresaliente puesta en escena mediática, con sus impresos de matriculación de otro boyante máster y sus trabajos realizados bajo el brazo-pocos, es cierto- y sus orgullosas convalidaciones de asignaturas (18 de 22) le enseñó a Cristina Cifuentes el camino recto de la virtud política (y de paso el de su casa, ¡ay, la ‘Familia’!), del que ella misma se mofó, como de tantos ciudadanos, mirando a un móvil mientras decía: «No me voy, me quedo, me voy a quedar».



Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo. 11/04/2018. Fotografía EFE (J. Muñoz)


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