Una espectacular
edición conmemorativa del ‘Cuaderno de Nueva York’ de José
Hierro afianza a este libro como cumbre poética
Hay libros que nacen
con vocación de inmortalidad. Son textos a los que el paso del
tiempo, lejos de dañarlos, les confiere una pátina de eternidad que
los hacen destellear cada día que pasa con una mayor intensidad. La
editorial Nórdica nos ha hecho estos días un regalo que reconoce a
uno de esos textos con la disculpa de la celebración del vigésimo
aniversario de la publicación del excepcional poemario de José
Hierro, ‘Cuaderno de Nueva York’, mediante una edición ilustrada
de manera magistral por Adolfo Sierra y con un inteligente análisis
de la obra a cargo del también escritor Vicente Luis Mora.
Todos estos mimbres
ponen en nuestras manos un cesto lleno de poesías con las que el
poeta madrileño dejó escrito el estremecimiento, conformando uno de
los poemarios mayúsculos en lengua castellana y que desde su salida
a la calle se convirtió en un libro de éxito, no sólo por la
atención de la crítica, sino por el propio público, con un número
de ventas asombroso para lo que era y es habitual en un libro de
poesía.
Y es que vuelto a leer
hoy no extraña en absoluto ese hecho milagroso, ya que caminar entre
estos poemas es hacerlo de una manera firme por la escenografía que
genera una ciudad como Nueva York y hacerlo, además, entre temas
esenciales para el ser humano como el amor o la muerte. Esa
hibridación de temas en un entorno tan descomunal, el que se narran
las experiencias vividas sobre el propio terreno por parte de José
Hierro, son las que emocionan a medida que se van pasando páginas de
esa ciudad que «hechizada, se complace en su imagen refleja, y se
sueña a sí misma transfigurada por la noche...». Poemas que te
engullen como sólo logra hacer la gran urbe, como ya lo había
conseguido registrar, también desde lo poético, Federico García
Lorca, y como José Hierro vuelve a traducir en unos poemas
caudalosos, llenos de imágenes que brotan de palabras convertidas en
manantiales inagotables en su frescura.
Un poeta en estado de
gracia, un poeta que, sentado en su oficina habitual, el madrileño
bar ‘La Moderna’, en el que escribió gran parte de su obra,
salvó todo un océano para calibrar con la palabra lo que supuso
para él encontrarse con «los acuarios de los escaparates», con «el
friso de Nueva York majestuoso y geométrico» o con «las
ardillas-esfinges de Central Park», permitiendo al lector gozar de
una experiencia sin igual, a buen seguro que similar a la que él
mismo pudo sentir cuando leyó el ‘Poeta en Nueva York’ de García
Lorca, tras el cual «uno va a a Nueva York y antes de ir ya ha
estado», según sus propias palabras, recogidas en una entrevista
por Martín López-Vega en El Cultural en el año 2001, previa a su
entrada en la Real Academia de la Lengua. Aquel año ya se encontraba
esclavizado por la bombona de oxígeno que le ayudó a vivir
hasta el año siguiente. Le faltaba el aire para salir de casa, para
encontrarse con ese mundo que ya echaba de menos, para estar, pero
también para ser poeta. Piel ajada, cráneo descomunal, huérfano,
como escribe en el poemario, de su «única patria que es la poesía».
Veinte años después
el fulgor permanece y aquel poeta que conocía Nueva York por lo
escrito por García Lorca deja en nosotros un caudal de palabras
inmarchitables que nos hacen dudar de si poner los pies en la ciudad
de los rascacielos será una acción de tal intensidad como el
adentrarse en este poemario de una enorme contundencia visual que se
cita «en los ríos que ciñen la ciudad,/órgano, selva de metal y
luz y escalofrío/y de deslumbramiento, y de nostalgia futura,/porque
mañana ya será otro día».
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 13/06/2018
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