[Ramonismo 29]
Guillermo
Arriaga desafía al lector a adentrarse en una narración absorbente y repleta de
tensiones cautivadoras
HACE
TAN SOLO unas horas que le metí plomo al último libro de Guillermo Arriaga,
‘Salvar el fuego’. Tras un par de horas de sueño me levanto con esa historia
retumbando todavía en mi interior, y con unas insólitas ganas de ponerme ante
el ordenador para contarles mi arrebatamiento por él. Un relato de más de
seiscientas páginas que durante esta última semana devoré con una fiereza que
no había sentido en mucho tiempo. Un ansia lectora que prolongó su lectura
durante estas últimas noches en que me batía con la historia ganadora del
Premio Alfaguara de Novela 2020. Una historia salvaje, de amor y redención, de
pasión y descubrimiento, pero sobre todo, una historia de vida que florece en
un territorio salpicado de sangre y vísceras. Ese margen violento de un México
que conoce bien, desde su infancia de calles y sones, un Guillermo Arriaga al
que admiramos por su brillantísima labor cinematográfica, asumiendo guiones
esenciales de la última historia del cine como son los de ‘Amores perros’, ‘21
gramos’, ‘Babel’ o ‘Los tres entierros de Melquiades Estrada’.
Esa
escritura fílmica se ha ido compaginando a lo largo de los años de una manera
más silenciosa con la literatura, desembocando en dos textos gigantes, no tanto
por su tamaño, como por ese contenido desbordante para el lector de palabras y
sensaciones. Si hace cuatro años la propia editorial Alfaguara nos traía ‘El salvaje’,
ahora, con ‘Salvar el fuego’ en ese mismo sello, Guillermo Arriaga nos
descerraja un libro de esos de insomnio, de los que cuando accedes a él
entiendes el enigma de la escritura en el lector, convertido en un espinoso
alambre que mezcla placeres y turbaciones.
Lo
primero que nos llama la atención en el texto, sobre todo, imagino, que desde
esta otra orilla del Atlántico, es el lenguaje, una explosión de términos de la
jerga del Distrito Federal, de calles llenas de malandros que no dudan en
balearte ante la mínima mirada de desafío. Una orgía lingüística, tan
desbordante como magnética para el lector que, ante tanto vocablo galopante, se
deja arrastrar por un torrente de palabras y expresiones entre las cuales
también surge alguna sonrisa, por cómo la maleabilidad del lenguaje puede
derivar en expresiones de lo más curioso. Lo mismo sucede con la integración de
palabras procedentes de los Estados Unidos, huellas yanquis que se engarzan con
la lengua del país azteca para producir un lenguaje mixto y que se le pega al
lector de principio a fin... e incluso más allá.
Ese
lenguaje es el que emplea Guillermo Arriaga para contarnos la historia de
Marina, una coreógrafa que cae bajo la pulsión descontrolada del amor por un
reo, José Cuauhtémoc, un hombre que ha sido capaz de quemar a su propio padre
al tiempo que manifiesta unas dotes literarias impensables, y que en su
estancia carcelaria coincide con esta mujer convertida ya en un fuego que
mantener encendido durante el resto de su vida. La vida de Marina, una vida
acomodada y feliz, de amistades, matrimonio e hijos, salta por los aires y todo
se convierte en su subir por ese río de Conrad para conocer un corazón que ya
para siempre también será suyo. Violencia, venganzas, sexo y toda una serie de
historias que, como afluentes, alimentan esa corriente central, incrementando
el ritmo necesario para mostrarnos cómo esa mujer es capaz de dejar todo lo que
tenía de lado por esa pasión que lo que le otorga es la vida, el sentirla como
algo indómito lejos de la domesticación del apacible hogar conyugal.
Faulkner,
Pessoa, Borges, Thoreau, van dejando sus jalones en este relato de una marcada
humanidad, en el que el ruido y la furia se convierten en el desfiladero para
conocerse a sí mismo. Tanto Marina como José Cuauhtémoc hacen del otro un
salvoconducto de su destino. En ella, alterándolo, desde la monotonía vital y
la falta de creatividad en su trabajo; y en él, como luz de redención ante sus
violentos hechos anteriores. Salvar ese fuego es salvar lo único que puede
alumbrar semejante oscuridad. «Si mi casa se quemara y solo pudiera salvar una
cosa ¿qué salvaría? El fuego, el fuego, el fuego». Para esa salvación Guillermo
Arriaga despliega un conjunto de voces expuestas con su talento ya conocido
para el montaje, para conjugar tiempos y miradas, para convertir la estructura
de este texto en otra lección de ritmo y sensaciones que brotan de la mirada
clara de quien no duda en mirar al fuego, en mirar al corazón de dos personajes
inolvidables.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 20/06/2020
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