Se ha
muerto un poeta. Un poeta llamado Carlos
Oroza. El chamán de la tribu, el hacedor de una nueva esfera en permanente
equilibrio entre la palabra y la realidad, porque al final, al final, siempre
está la palabra. Esa que actúa como una gran bóveda celeste bajo la cual
invocar a los espíritus, marcar las muescas del camino o, simplemente, expeler
por la boca un fogonazo. Y es que Carlos Oroza hablaba a fogonazos, como el
hechicero que expulsa fuego por la boca, sus palabras eran luminosas, estrellas
fugaces en la noche que había que perseguir con la mirada en una invocación
telúrica. Esas bolas incandescentes iban flanqueando su figura enjuta y
desvencijada, la del poeta narrador, la del hombre que dialogaba con el pasado
para vislumbrar el futuro, y así, con esa luminosidad en torno a su rostro, es
como Carlos Oroza caminó entre las mesas del Café Gijón en el Madrid
de los sesenta, o como recaló en el Vigo de la Movida en los ochenta o
como una noche de verano se adentró en las pontevedresas ruinas de Santo Domingo para incendiar la noche.
Allí se produjo uno de los momentos vitales que más me han impactado y que cada
vez que regreso a ese escenario parece querer materializarse de nuevo. El ver a
ese hombre entre ojivas y sepulcros medievales, con una iluminación que partía
la noche en dos mitades, mientras de su boca se iba descorriendo un poemario
magmático, una ingravidez que recorría el ambiente para traer hasta nosotros a
un hombre desconocido por la mayoría de la ciudadanía, uno de tantos que
hicieron de su carácter huidizo la renuncia al aplauso reconfortante o a la
caricia beatífica en favor de su libertad.
Era un
hombre sujeto al mundo por la palabra, un ser indómito que se acodó en el Vigo del sube y baja y desde el cual se
venía a Pontevedra de manera más que
habitual a compartir otras realidades, a traducir vidas y paseos en palabras
para abocarlas a la poesía. En más de una ocasión me tengo cruzado con él, con
ese andar bohemio y aparentemente errante. Incapaz de atravesar su aura, lo
observaba durante unos instantes desde mi anonimato, mientras él creía
disfrutar del suyo, como el que asiste maravillado al vuelo de una rapaz.
En ocasiones se detenía y levantaba la mirada, en otras le pegaba una calada a
su cigarro y ese humo fino y delicado parecía querer anunciar alguna de esas
palabras, pero no, las palabras permanecían encerradas a la espera del recital.
Porque en el recital es donde Carlos Oroza tenía toda la razón de ser, allí es
donde desplegaba toda su hegemonía de poeta oral, de Allen Ginsberg esculpido en granito y envuelto en nieblas, de
narrador al lado de la hoguera. Solo pieles sobre la piel, sombras platónicas
en las paredes y la palabra, siempre la palabra.
Esa
misma palabra vino en su auxilio en los últimos tiempos, no porque él lo
pidiera, ni tan siquiera porque se molestase demasiado en hacerla sonar,
simplemente porque esta sociedad es así y ella marca sus tiempos, en ocasiones
demenciales, pero hasta hace unos pocos años Carlos Oroza era el poeta maldito,
ese Leopoldo María Panero que todo
sistema literario gusta tener para enseñárselo a sus invitados. Pero de pronto
se comienzan a publicar sus poemarios, a hacerse ediciones de calidad de sus
escritos, se le contrata para recitales, aparece en suplementos culturales y
¡hasta se le entrevista! Y la gente empezó a acercarse de nuevo a él, como
habían hecho antes muchos en busca de la pose necesaria de modernidad, mientras
ahora se le buscaba como a un San Juan
Bautista con el cuenco de la redención, como no, de la palabra.
Madrid
ya se había olvidado de su figura al tiempo que Galicia lo descubría. Lo daban por muerto paleado bajo alguna soflama,
algún incendio de excesos o envuelto entre los cartones del olvido, pero Carlos
Oroza seguía aquí. Paseando por Vigo y Pontevedra, haciendo de las calles el
tubo de ensayo para licuar a una sociedad que no le gustaba, como a tantos,
pero él lo decía, con la boca llena, en pleno recital, y muchos lo veían como
una pose del artista, o en la cubierta de un barco cruzando la ría, y otros lo
reían, inconscientes, como el delirio de un demente. Huía de banderas, o mejor
dicho solo ondeaba una, la suya, que era un árbol, un árbol plantado en la
tierra mecido por el viento de las palabras. Una pureza ancestral exiliada de
cursis contaminaciones, como su poesía. Un caudal de agua limpia, que es en lo
que se convierte ese fuego cuando se imprime sobre el papel. Agua, aire, tierra
y fuego. Ahí lo tienen, las únicas cuatro verdades que todavía nos rodean desde
el principio de los tiempos.
Tomen ‘Évame’ en sus manos, levántenlo como un
oferente y déjense arrastrar por esa horizontalidad que nos hace tan pequeños e
insignificantes. Línea tras línea sentirán un rugido, la transgresión del
lenguaje, la voz enclaustrada invocándonos como el chamán oculto tras la línea
del horizonte en un paisaje infinito e inabordable. El canto a la madre, ecos
de Whitman. Nunca más lo volveremos
a escuchar, ya solo nos queda el signo, la escritura, el despojo de la palabra.
Ya no habrá agitación, ni la voz del poeta en la nuca, ni la sombra
serpenteante sobre el reflejo de las luces. Ya no habrá más Carlos Oroza. «Salí
de mi espantado/Corrí sin alcanzarme/Y comenzó a llover».
Publicado en Diario de Pontevedra 23/11/2015
Fotografía: Recital de Carlos Oroza en las ruinas de Santo Domingo en Pontevedra en 2008. David Freire.
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