Entre las muchas y variadas manías que
uno ha ido desarrollando a lo largo de los años como impenitente lector de
prensa, eligiendo primero una u otra cabecera, decidiendo si comenzar por la
portada o la contraportada, manejando los ritmos de lectura, ordenando la
secuencia de las páginas, los columnistas que leer y los que maldecir... figura
la de arrancar ciertas páginas que serán indultadas ante lo efímero del papel
de periódico. Páginas que se convertirán, con el tiempo, en destellos
amarillentos de un instante de nuestras vidas, y en las que se contienen textos
que merecen esa salvación ante la que uno no puede evitar erigirse en juez. Una
vez extraídas de su continente, el proceso es el siguiente: son
convenientemente dobladas y encerradas en algún libro de su mismo autor o
colocadas en un mural para exhibición permanente de unas palabras que, el que
esto suscribe, necesita tener presentes como un reconfortante e inspirador
acompañamiento.
En ocasiones hay editoriales que tienen
el tino suficiente como para convertir esta tarea íntima y artesana, sin duda
propia de alguna desviación mental, en un libro, un recopilatorio de artículos
que, en base a su indudable calidad, merecen componer por sí mismos un volumen
y no aparecer espontáneamente cuando abres algún libro tomado de la estantería
y del que se desprende esa hoja que comienza a marchitarse. En ocasiones surgen
secciones que, con el paso de sus salidas a la luz, el lector ya las interioriza
como parte de un futuro compendio, como un material que está pidiendo a gritos
la conversión paulina del papel prensa al papel libro. Y esto es lo que ha
sucedido con ‘Vidas de santos’, que
la editorial Círculo de Tiza ha
puesto en circulación con los personajes que durante meses han ido apareciendo
en El Mundo firmados por Antonio Lucas.
Puedo abrir algún cajón al azar de los
que me flanquean en este momento, meter la mano a ciegas, y sacar alguna página
en las que ese retratista recoge la vida de un buen puñado de protagonistas de
la cultura. Semblanzas de seres normalmente acosados por sí mismos, por su
delirio creativo, por una sociedad ajena a ellos, pero a los que el tiempo y su
trabajo, desde los más diferentes ámbitos de la creación: poetas, novelistas,
cineastas, músicos... han ido definiendo con un pie entre las alabanzas a su
trabajo y el otro pisoteando unas vidas repletas de unos conflictos sin los
que, a buen seguro, no se podrían entender sus creaciones.
Además del olfato de Antonio Lucas para
seleccionar a esos protagonistas, el autor hace emerger su capacidad para
calibrar con la palabra a cada uno de ellos. Para rastrear y puntear los
rincones oscuros, las bajadas a los infiernos, las simas desde las que parece
imposible que se pueda emitir algún destello, y desde ahí, definir y, sobre
todo, transmitir esas situaciones. Antonio Lucas es el mejor Ovidio para epopeyizar sus
circunstancias, tan pegadas desde lo orteguiano a todos ellos. El periodista y
poeta maneja la palabra como nadie en el espectro del periodismo cultural
español (sí, les aseguro que eso existe), reverberando desde el lenguaje cada
uno de los ecosistemas vitales de unos personajes repletos de matices, de giros
vitales y con tensas relaciones con los demás. Asomarse a estos balcones es
escudriñar en lo ajeno, pero con el placer de hacerlo por un camino gozoso,
balizado por palabras silbantes, por expresiones que lustran todos esos brillos
y por una perspectiva poética de la que el autor no puede (ni debe)
desprenderse.
Así se van descorriendo los telones que
les ocultan, de Rimbaud a Basquiat,
de Gerda Taro a Jean Vigo, de Gala Dalí
a Alejandra Pizarnik, de Jayne Mansfield a Anne Sexton, de Juan Luis
Panero a Sánchez Ferlosio, una
grey stendhaliana de la que uno es incapaz de recuperarse entre acto y acto,
exhausto por el brío de la prosa y en el que asoman dos de los nuestros, Maruja Mallo y Carlos Oroza.
Pintora y poeta. Gallegos llegados a
este mundo en Viveiro. Límite
telúrico entre mar y tierra que hicieron de su diáspora física centro del
compás en Madrid, una para reinar,
antes del exilio, en la Generación del 27, y el otro para empotrarse en
el Café Gijón. A Maruja Mallo y a la España de la época las
sintetiza en una frase atribuida a la pintora: «Aquí la culpa de todo la tiene
la ‘jodía’ mística», para recordar como hasta hace 20 años aun te la podías
encontrar por las calles de Madrid,
«LLevaba los ojos pintados locamente, como si mirase a través de dos
murciélagos», y así en un devenir expresivo que ajusta la palabra a lo vivido,
que secuencia lo sufrido y que registra salidas y entradas, conquistas y
anécdotas. Mientras, al singular Carlos Oroza lo capotea como «el poeta que
escribía prendiendo un barreno de dinamita», para bajar la mano y encelar al
‘beat’ patrio, «un tipo salvaje con esquelatura de astilla», «el druida de una
civilización donde solo queda él en pie».
No se puede transcribir mejor la
realidad, hasta el punto de convertir el caduco papel de un periódico, en un
ring desde el que hacer guantes con las vidas de todos estos malditos que
profesaron el desafío a la existencia como pócima estimulante para generar su
capacidad de traducir el mundo desde una pluma, una cámara, una voz... en
definitiva, desde el talento que les acompañó y al que condenaron su vida.
Todos estos santos ateos han encontrado
aquí su santoral. La hagiografía didáctica de lo sucedido, revestida de un
talento literario incapaz de contenerse en las páginas sin costuras del diario,
ajenas a las tapas que delimitan una rayuela que Círculo de Tiza dibuja ante
nosotros para que saltemos de una vida a otra, de un personaje a otro, de un
santo a otro. Periodismo hecho literatura o literatura hecha periodismo, un
fino alambre desde el que el equilibrista intenta sortear el vacío, ese mismo
abismo al que muchos de estos santos se vieron abocados a la espera de una
resurrección hecha ahora papel, hecha ya libro.
Publicado en Diario de Pontevedra 31/10/2015
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