Alfred Hitchcock
es mucho más que un director de suspense. Un creador total que,
rodeado de grandes talentos, configuró alguna de las obras
cinematográficas más importantes del pasado siglo. Películas en
las que se valía de infinidad de resortes que, una vez accionados
correctamente, permitían a sus películas empatizar con un público
que estaba siempre muy presente en su pensamiento cuando filmaba una
película. Una exposición deja al aire muchos de estos resortes y
consigue involucrar al espectador en el interior de unos fotogramas
inmortales.
ACERCARSE A ALFRED
Hitchcock supone aproximarse a todo un imaginario visual que excede
al propio cine constituyéndose como un hecho artístico con
infinidad de vectores que singularizan su propia propuesta
cinematográfica. Y esto es precisamente lo que permite analizar y
disfrutar esta exposición que el Espacio Fundación Telefónica
exhibe en su sede de Madrid hasta el 5 de febrero.
‘Hitchcock, más allá
del suspense’ es todo un ejercicio visual que consigue involucrar
al visitante en el universo Hitchcock a través de una serie de
bloques que permiten recorrer, no solo sus películas, el soporte de
sus filias y fobias, sino todos aquellos elementos que, como en una
enorme partitura, se integran en unas películas en las que pocas de
ellas se pueden alejar de aquello que se define como obras maestras.
Y es que pocos directores pueden ofrecer una hoja de servicios al
cine como la del director británico, ya que pocos son capaces a a lo
largo de su cinematografía de configurar un corpus creativo lleno de
coherencia, calidad y hallazgos manteniendo un nivel medio que se
aproxima a la excelencia con cada trabajo.
Así es como la
exposición se divide en ‘El toque Hitchcock’, ‘Mujeres y
hombres’, ‘Hitchcock y su tiempo’, ‘El arte y la
arquitectura’ y ‘El revés de la trama: Hitchcock, las
apariencias y los trucos’. Cada uno de ellos, perfectamente
ejemplificado con imágenes y fragmentos de sus películas, permite
visualizar esos rincones que se encuentran en sus películas y
hacerlo de una manera lo suficientemente atractiva como para
conseguir que ver esta exposición signifique, en muchos momentos,
situarse dentro de la propia película. Así la ducha de
‘Psicosis’(1960), la ventana desde la que se observa ese patio
interior de ‘La ventana indiscreta’ (1954),o una bandada de aves,
de ‘Los pájaros’ (1963), se convierten en espacios de
interacción con el espectador que por un momento se aproxima a ese
espacio de creatividad genial perfectamente representado que Alfred
Hitchcock mostró desde su primera película ‘El enemigo de las
rubias’ (1927) y que posteriormente potenció en los Estados Unidos
desde su bautizo hollywoodiense con ‘Rebeca’ (1940) y
evolucionaría en esas obras maestras que, por un lado, le otorgaron
esa suficiencia sobre el resto de directores y por otro, permitieron
que muchos de los actores participantes quedasen vinculados para la
historia a unos papeles tan potentes como los ideados por el
director.
Una parte introductoria
nos permite adentrarnos en toda su carrera y de un vistazo somos
capaces de aproximarnos a la magnitud del protagonista mediante unas
líneas cronobiográficas. Leyendo los títulos de sus películas nos
hacemos una idea de su papel casi sagrado en el tiempo de los
estudios cinematográficos y también del porqué de su independencia
de ellos o mejor dicho de su ganada libertad creativa para componer
sus artefactos visuales.
Y es que una película
de Alfred Hitchcock es también un espectáculo visual, una bendición
para los ojos que tanto cuida el director con unos planos
perfectamente estudiados, y con elementos como el vestuario o la luz
que confluyen en hacer de esos fotogramas un medido ejercicio de
composición en el que nada sucede por azar y en los que todo tiene
algún sentido. Sentarse ante la simulación de la ventana del
inválido Jimmy Stewart en ‘La ventana indiscreta’ nos pone ante,
no solo una secuencia monumental, sino ante la realidad de un
vecindario en permanente movimiento, con situaciones que se suceden
en cada una de esas estancias, y con toda una vida que el director ha
filmado, como tantas veces, desde esa posición casi divina, como si
sus actos y miradas articulasen los comportamientos del ser humano.
Hitchcock supo calibrar
no solo a ese ser humano sino también al tiempo que le tocó vivir e
introducirlo en sus imágenes a través de la moda o la arquitectura,
poderosos y fascinantes aglutinadores de nuestras miradas, pero sobre
todo atractivos ingredientes para unos fotogramas plásticamente
portentosos. Modelos de Balenciaga o Christian Dior; arquitecturas de
Le Corbusier o Mies Van der Rohe, suman su calidad estética a todo
un paisaje humano y hasta social: luminosos, gasolineras,
automóviles... que, en películas como ‘Psicosis’ (1960),
configuran toda una estética que rastreamos también en pintores
como Hopper y que definen visualmente a esa década en los Estados
Unidos.
Pero además de todo
ese atrezo a Alfred Hitchcock le preocupaba de manera intensa el
plantear vínculos entre el hombre y la mujer. Ya sean relaciones de
pareja, pasiones posibles o imposibles, deseos irrealizables o
relaciones filiales. Impagable el espacio en el que en cinco
pantallas observamos de manera simultánea cinco besos. Pocos
directores han hecho del beso un momento tan intenso y central en sus
películas. Este punto de fricción siempre se muestra en sus
películas haciendo de la lucha de géneros una de las dinamos de su
películas y que quizás tenga su punto más álgido en ‘Vértigo’
(1958), y de manera magnética en ese moño de Kim Novak que te
absorbe y te engulle como el desagüe de la ducha de ‘Psicosis’,
ambos fotogramas juntos a la entrada de la exposición y ante los que
sabes que ya no hay vuelta atrás, que esa sombra archifamosa del
director te espera con todo su magnetismo por lo que ya solo te resta
dejarte engatusar por su carrusel de trucos y apariencias. Y es que
el cine tiene mucho de espectáculo-como eso nació y no como un
producto cultural-, algo que siempre entendió Alfred Hitchcock para
atraer al espectador, un elemento que estaba muy presente en su
concepción de la obra. El Macguffin, el suspense y hasta sus famosos
cameos buscaban empatizar con el público, fidelizar a unos clientes
sin los que cuales el negocio del cine tampoco tendría demasiado
sentido. «Me río de los críticos porque mis películas dan
dinero», dice Alfred Hitchcock en el revelador e imprescindible
libro ‘El cine según Hitchcock’. Un espectáculo global que,
desde los mismos títulos de crédito, debía fascinar a ese
potencial cliente. Qué decir de la música y su importancia en el
clímax de la narración, del guión, del montaje... acciones que se
traducen en los nombres de Saul Bass, Robert Burks, John Michael
Mayes, Edith Head, Bernard Herrmann o Alma Reville, colaboradores que
ocupan un justo espacio alrededor del director en el transcurso de la
exposición.
Todo esto para entender
cómo el cine de Alfred Hitchcock va más allá de ese cliché de
mago del suspense, de esa reducción que quizás él mismo se encargó
de alentar, sabedor de que el público buscaba verse envuelto por esa
tensión de lo que iba a suceder. Pero lo importante es cómo esa
tensión se construía fotograma a fotograma, como todo ese armazón
de celuloide se erguía para dejarnos algunas de las mejores
películas de la historia del cine. Es posible que no haya ningún
otro director del que se pueda hacer un planteamiento expositivo como
el que aquí se realiza, quizás Luis Buñuel sea el otro director
que hace de su película una confluencia masiva de circunstancias que
trascienden lo cinematográfico y lindan con lo artístico desde
otras vertientes. Lo cierto es que tras visitar esta exposición, y
tras pasar unos momentos que, como los vistos en sus películas, se
hacen inolvidables, nuestra percepción de los postulados de Alfred
Hitchcock no hace más que refrendar su genialidad y singularidad
para situarlo en lo más alto de los creadores artísticos del siglo
XX.
Publicado no suplemento cultural Táboa Redonda 20/11/2016
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