Rue Saint-Antoine nº 170
Pintura. Cuando se acaban de cumplir tres años del fallecimiento del
creador pontevedrés Leopoldo Nóvoa el Auditorio de Galicia presenta una muestra
de trabajos seleccionados entre los materiales que se encontraban sedimentados
en su estudio, reveladores a la hora de entender el trabajo del pintor en los
últimos años de su vida.
Uno no deja de asombrarse cada vez que se le propone un acercamiento al
trabajo de Leopoldo Nóvoa. Un asombro que se incrementa al recorrer la
exposición que se acaba de inaugurar en el Auditorio de Galicia y que será
visitable hasta el mes de junio. Un amplio espacio de tiempo que permitirá
rearmar las impresiones que muchos tenemos de este creador como un nombre
imprescindible de nuestra plástica, como el creador del universo más fascinante
y singular, junto a Jorge Castillo, de una pintura que tiene en estos hombres
un orgulloso estandarte que ondear desde Pontevedra, patria de ambos, y como
buena patria, desdeñosa con sus hijos e incapaz de reconocerles el mérito y
valor de su trabajo encabezado siempre con una fecha de nacimiento y un lugar:
Pontevedra.
Estas obras, junto a muchas que a buen seguro todavía siguen latiendo
como objetos con vida en su estudio de Armenteira o en el de París, podrían
formar parte de una exposición permanente en su ciudad que armaría un museo
incomparable en Galicia con la obra de ambos en permanente revisión e infinitas
posibilidades desde lo cultural y hasta lo económico, por aquello de abrirle
los ojos a alguien, que siempre hay quien calibra estas cuestiones desde el
pecunio.
Palabras de Leopoldo Nóvoa |
En una exposición de Leopoldo Nóvoa siempre se deja un elemento en la
puerta de entrada que uno cruza como un umbral hacia una especie de nueva
dimensión. En esta ocasión, ese elemento, el tiempo, parece estar habitado por
una presencia casi metafísica, corporeizada en unas palabras escritas en una de
las paredes encontradas por su viuda, Susana Carlson, al ordenar los materiales
para esta exposición comisariada por Mercedes Rozas. Ese germen de poesía
genera las coordenadas necesarias para vincular al pintor con un territorio,
pero también con una memoria y una evocación. Una espinosa alambrada que
sortear para convertirse en mortal, para sentir cuando el fin se aproxima de
manera inexorable a donde uno pertenece y que todo acaba reduciéndose a un
puñado de tierra. Y es que en las obras aquí expuestas se adivina mucho de
hierofanía, de sacralizar la obra de arte como una especie de misterio abocado
a impactar al ser humano, a convertirlo en una fe revelada que nos hace
transitar por un itinerario que abruma por la infinidad de variedades con un
sustrato común. En uno de los videos que completan la exposición, en los que el
propio Leopoldo Nóvoa habla y reflexiona sobre las etapas de su trabajo o las
intenciones planteadas en muchas de sus obras, se cita esta posibilidad del
arte como terapia del espíritu, como domesticación de miedos a través de la
intervención en un territorio, tal y como hacía el hombre primitivo antes de
caer en brazos de las religiones.
Con una iluminación muy medida y meditada toda la exposición alcanza esa
sensación totémica, una concepción metafísica del espacio que se vuelca y que
emerge de cada una de esas obras poseedoras de una contundencia abrumadora, y
eso que tanto los soportes-papeles o cartones- o incluso el carácter seriado de
muchas de las piezas, parecerían ser incapaces de mantener ese espíritu. Pero
ahí es donde se evidencia el talento y la capacidad del artista para
trascender, para conformar un mundo propio que no necesita de grandes
superficies pictóricas, de telas o lienzos, y es que la pequeña inmensidad que
se adivina en cada una de estas piezas no hace más que revalorizar al artista y
su inagotable potencial.
Observando esos videos, viendo a Leopoldo Nóvoa en su sofá, entre
cuadros por los que la luz que entra por una ventana matiza lo hecho por el
artista, y escuchando sus palabras, se nos habla del momento clave de su obra,
cuando todo dejó de ser lo que era para volverse una conquista por hacer y vaya
si se hizo.
La realización del gran mural del Estadio del Cerro en Montevideo, abrió
un nuevo itinerario, una constelación que todavía en esta muestra tiene sus
epígonos finales. La abstracción, la expresión de la materia, el modelado de la
luz sobre la superficie, los relieves, el forzar el plano y el ser capaz de
llevar todo eso más allá, hasta casi una pureza mínima son señales que balizan
una trayectoria artística, un devenir de cadencias perforadas y desiertos de lo
infinito. Una multiplicidad de territorios que evocan un paisaje de lo íntimo
que, con este formato y soportes más livianos, aumenta esa sensación de
intimidad que las luces, pero sobre todo las sombras, modelan para llevarnos a
esa dimensión Nóvoa, a ese estado de la cuestión en el que el arte se erige
sobre todos nosotros para ampararnos con su capacidad casi quirúrgica para
generar una mejora de nuestro ánimo. Y es que en esa sala, a primera hora de la
mañana, con un manto de lluvia cayendo sobre un estanque repleto de cisnes y
patos acicalándose y sin apenas visitantes, la atmósfera te envuelve y te
atrapa en esos agujeros oradados en las obras, abismos que te conducen por el
tiempo, el tiempo de Nóvoa, el de los guijarros y las cenizas que revivieron de
la destrucción y que como cantara José Ángel Valente «...aunque sea ceniza cuanto
tengo hasta ahora, cuanto se me ha tendido a modo de esperanza», y es que
finalmente la pintura de Leopoldo Nóvoa es eso, esperanza, más si cabe desde su
muerte, con el tiempo fluyendo ajeno a esa presencia humana que descubre «la
traición de los años», como tan fascinantemente escribe Julio Llamazares en ‘La
lluvia amarilla’, obra a la que tantas veces deberíamos regresar.
Un tiempo que se diluye entre las manos para llegar en una elipsis del
taller al espectador, de las horas de experimentación y desvelos al goce y el
disfrute de los que se adentran en esa inmensidad creativa inagotable y
renovada exposición tras exposición. Pensábamos que habíamos visto todo, pero
nos quedaba todavía esto por ver, la pequeña mirada, el guiño recóndito que
surge del interior de un creador inmarchitable en esa esperanza descolgada
desde un mural del Cono Sur para surcar todo un océano y posarse ahora sobre
unos endebles papeles, unos finos cartones y ser ‘pochoirs’ (pintura, collage y
materia). Una mariposa con alas de cemento, con alas de eternidad.
Publicado en Diario de Pontevedra 2/03/2015
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