mércores, 31 de xaneiro de 2018

Militancia en la poesía

En un mes de numerosas bajas en el ejército de la poesía
dos poemarios nos deslumbran con su mirada sobre el paso del tiempo.

Recital de Joan Margarit y Luis García Montero
en la Residencia de Estudiantes (Kike Para/El País)
Viene cayendo negra la nieve en los últimos días sobre los campos de la poesía. Las numerosas bajas encarnadas en nombres tan destacados como Pablo García Baena, Nicanor Parra o Claribel Alegría dejan un vacío físico que sólo sus propias palabras podrán aplacar con el paso del tiempo. Tiempo es una de las claves de la poesía, tiempo para experimentar, tiempo para traducir, tiempo para escribir. Pero tiempo también para horadar el verso, para amortiguar las palabras en la pausa blanca que reside entre renglón y renglón en la que contener a los lectores.
Dos poemarios se han ido abriendo paso entre la nevada de luto como uno de esos gigantescos rompehielos que tras su paso dejan un cauce de agua recién descubierta. Y es que eso es la poesía siempre, un manantial con el que calmar la sed del cuerpo, la perentoria necesidad de habitarnos a partir de la saciedad.
Uno de esos poemarios titulado ‘A puerta cerrada’ lo firma Luis García Montero y en él dice que «el tiempo es un lugar deshabitado». El otro, es obra de Joan Margarit y, bajo el título de ‘Un asombroso invierno’, nos encontramos el siguiente diapasón: «Pero una herida es también un lugar donde vivir». Ambos escenarios, editados en Visor, son un monumental canto de cisne de dos poetas que alumbran tras ellos un vivido pasado, mientras el futuro tiende a acortarse ante «la inminente proyección de la muerte», como apunta el poeta catalán en uno de sus versos. Versos pletóricos por lo que tienen de condensación de lo que significa para un poeta el paso del tiempo. Por engendrar una dignidad a prueba de calendarios, a prueba de otros seres humanos que, al fin y al cabo, son quienes más atentan contra esos días que pasan. Poemas repletos de ausencias, de sonidos, de tactos en la búsqueda de ese amarre seguro ante la encalmada final.
Luis García Montero, tras sus puertas cerradas, nos obliga a mirar por el ojo de esa cerradura para asumir el reto de vivir, para evaluarnos ante el examen de la vida, para calibrar allí donde es urgente la poesía. Y es en esa urgencia en la que el poeta necesita de ese tiempo en el que las sirenas sean el silencio necesario para pasar la mano sobre el lomo de esos lobos que nos amenazan, pero también para recomponer la figura ante los espejos que nos descubren y buscar así el indulto de la poesía.
Ambos, milicia de la poesía, son, al mismo tiempo, un compromiso con la realidad y convierten su escritura en puente entre el autor y la sociedad. También ambos han compartido ya varios recitales en común, en Madrid y en Barcelona para, con la poesía darle en los morros a la vista cansada de las fronteras, para rajar con la pluma las acometidas furiosas de las banderas y las necedades de quienes galopan con cólera sobre el caballo de la soberbia mientras el pueblo asiste, perplejo y desconcertado, a la incapacidad de sus políticos por ser. Esta crisis de fondo, si me apuran, mucho más grave que la económica, es la nieve perpetua de los dos poemarios, el paisaje de una desolación que destierra al yo confinado cada vez más a la irrelevancia.
Cada uno de estos poemarios es, por lo tanto, un salvavidas, una bengala que ilumina y nos sitúa en el desconcierto de esa nieve que quiere ser blanca pero que se torna negra con la muerte de los poetas. Son días difíciles para ellos. «La muerte hija de puta sin estar invitada», como escribe Luis García Montero, bajo la huella de Jaime Sabines, quiere convidarse al festín del verso, cobrarse un tributo para el que nunca estamos preparados. Un tributo que nos hace participar todavía más allí, donde el poeta escucha sus pasos, en la militancia de la poesía.


Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 31/01/2018


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