La exposición del trabajo
de Celso Varela en el Sexto Edificio del Museo de Pontevedra viene a mostrar la
madurez de un pintor hecho a sí mismo a base de esfuerzo y dedicación. Horas de
taller y de mirar a una realidad en la que no hay que ir muy lejos para
encontrar inspiración. Todo está a nuestro alrededor, si de lo que de verdad se
trata es del ejercicio pictórico. Pintar por el placer de pintar, aunque en el
caso de Celso Varela este placer ofrezca tintes dramáticos por cómo entiende
ese hecho. Una pasión desbocada con un efervescente resultado.
No es nueva para los que conocemos el trabajo de Celso Varela la
recurrencia en una serie de lugares comunes para elaborar su discurso. Su
estudio o su Briallos natal son los dos polos en los que se mueve un trabajo
que si por algo destaca es por su abrumadora apuesta por el hecho pictórico.
Por la devoción permanente hacia una disciplina en la que Celso Varela se ha
definido a sí mismo a través de su vigorosa pintura, mediante unos cuadros de
un ingente trabajo interno y ante los que no se escatiman horas y horas de
dedicación para abrumarnos en citas como ésta con el frenesí de sus pinceladas.
Es por ello que se le debe perdonar a la hora de la exposición la
repetición de escenas y figuras, la acumulación de estampas que nos pueden
parecer semjantes, pero es que Celso Varela trabaja para sí, para expiar su
pasión por la pintura y dar rienda suelta a ese estado de delirio que sucede
cada vez que comienza una obra. Del mismo modo que Cézanne pintaba una y otra
vez aquella dichosa montaña de Sainte-Victoire, que siendo siempre la misma, la
veíamos siempre de diferente manera, Celso Varela también se refugia en la que
es su montaña particular materializada en su parroquia de Briallos. Un ambiente
surgido de su propia infancia (no es de extrañar la elección de diferentes
frases de Rilke para acompañar en la exposición a los cuadros) a la que el
pintor vuelve a mirar desde una ventana, atalaya permanente para la creación,
pero también para enfrentarse una y otra vez con su gran preocupación, la de
mejorar su trabajo, la de ser mejor pintor. Y exposiciones como ésta, en la que
se recoge la trayectoria de los últimos cinco o seis años, sirven precisamente
para levantar acta notarial de ese proceso.
Aquellos paisajes de los años 2004 van descorriendo el velo de la madurez
hasta el año 2012, donde lo que vemos, simplemente es tan maravilloso como
excitante. Poco nos debe importar ver una y otra vez Briallos, lo que vemos,
tanto puede ser ese lugar de Portas, como un rincón de la Polinesia o de la
Provenza, ya que lo que nos encontramos es un pretexto para pintar, para
convertir a ese género tradicional de la pintura como es el paisaje, en una
reivindicación de cómo transmitir las sensaciones que evoca un lugar, en este
caso extremadamente cargado de connotaciones personales, mediante el pincel. Y
así es como asistimos a un festín de pinceladas, a una extenuante sucesión de
chorreos que dinamitan la sensación de realidad que levemente traspasa al
exterior desde un espacio ya ganado definitivamente por la pintura. Aquello que
percibimos como real, normalmente perceptible en la parte inferior de los
cuadros, estalla sin remisión en su parte superior, cuando los cielos se
convierten en una abstracción que supone el triunfo mismo de la interiorización
de una circunstancia vital, de una experiencia sensorial convertida desde ese
instante en una impresión para que el espectador la haga suya.
Las obras de Celso Varela poseen esa dinámica interna tan ausente en
muchos creadores, en ellas se palpa vida e intensidad. Un latido interno que
dramatiza todo lo que encierran unos marcos que parecen a punto de estallar.
Hablamos de paisajes, y es que la pintura de Celso Varela debe ser
entendida siempre como tal. Incluso cuando se encierra en su estudio para
mostrarnos la figuración humana o el bodegón, lo único que hace es volver a
componer un paisaje, abrupto y acolmatado, para insistir en reclamar esa
pincelada como el sintagma irrenunciable de su obra. En ellos se crea una
tupida red que nos vuelve a atrapar como hiciera ya con su pintura ‘plen-air’,
haciéndonos jugar con las distancias frente al cuadro, obligados a comprobar
matices y cómo una superficie puede llegar a exhibir esa contundencia de
trazos.
Hasta el 17 de marzo se nos brinda la oportunidad de asomarnos a esta
forma de pintar tan descarnada, en la que el autor no se deja nada en la paleta
para una ocasión posterior, con lo cual estas obras pertenecen al aquí y ahora.
Pasear por este ‘Briallos Paradiso’, título de la exposición es palpar la
tierra, esa tierra a la que pertenecemos y de la que somos parte como se
encarga de recordar una frase del poeta chileno Nicanor Parra que, en medio de
esta exaltación de esa patria íntima, no hace más que acrecentar la ignición
que logra Celso Varela en sus obras más recientes. Las obras de la
consolidación de una manera de pintar, pero sobre todo, unas piezas que
permiten confirmar un paraíso, el paraíso en el que creció Celso Varela y al
que necesita volver una y otra vez para medirse en un duelo con ecos
cezannianos. Duelo del que solo cabe que salga un vencedor y en este caso no
serán ni el paisaje ni el autor, sino la pintura. El único motivo de esta
exposición, el de la reclamación de la pintura como motivo y fin. El fin de la
pintura de Celso Varela.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 17/02/2013
Fotografía Rafa Fariña
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