El
80 aniversario de una de las obras más hermosas de la historia del cine, ‘Una
partida de campo’, nos lleva a plantear la filmografía de Jean Renoir como una
cumbre artística que visualizó, como pocas, al ser humano en su tiempo y ante
sus semejantes. Un poderoso ejercicio visual que nos dejó varias obras maestras
de la historia del cine.
DE
POCOS directores se puede decir que ellos son el cine, tal y como interpretó
Éric Rohmer al escribir en 1979 que «Renoir contiene todo el cine». Dejando de
lado la permanente mirada hacia su propio país del cine francés, sí que es
cierto que en el caso de Jean Renoir (1894-1979) esa inmensidad de su obra
explica gran parte de lo que es el cine, no ya solo como medio de expresión que
aúna el sentido de espectáculo, la gente paga por ir a ver una película, sino
como medio de reflexión sobre el ser humano y su entorno, al fin y al cabo el
gran postulado de todo arte. A partir de esa doble articulación el cine de Jean
Renoir sujeta no solo gran parte del cine francés de las décadas siguientes a
su obra sino buena parte del cine europeo, y junto con Roberto Rosellini quizás
sean sus dos grandes piedras angulares.
Jean
Renoir necesitó para iniciarse en el cine vender muchos de los cuadros que su
padre, el impresionista Pierre Auguste Renoir, le había dejado en herencia, y
al que el cineasta hubo de sujetarle los pinceles atándoselos a sus manos
reumáticas para que pudiese continuar pintando hasta el final de sus días. Ese
gesto de vender pinturas para hacer cine nos sitúa ante una hermosa metáfora de
la irrupción del cine como gran arte del siglo XX, sustituyendo a la pintura
como gran referente visual. Jean Renoir ya es hijo de un nuevo tiempo, de un
siglo vertiginoso en el que él fue uno de los más audaces a la hora de mirar a
la realidad a través de una cámara, para componer historias basadas en seres
humanos en los que entre sus miserias siempre existía una grieta por la que
brotar la esperanza.
Nadie
puede permanecer indiferente tras presenciar películas como ‘Los bajos fondos’
(1936), ‘La gran ilusión’ (1937), ‘ La Marsellesa’ (1938), ‘La bestia humana’ (1938) o
‘La regla del juego’ (1939). Cinco películas dirigidas de manera asombrosa, no
solo por la calidad invidual de cada una de ellas, sino por realizarse de
manera consecutiva. Pocos directores pueden mostrar en tan poco tiempo cinco
películas tan inmensas como estas en las que se puede visualizar como era la
convulsa Francia de los últimos años treinta, dentro de una no menos convulsa
Europa a la que los ascensos del nazismo fueron poniendo contra las cuerdas. De
ese repóker fílmico, ‘La bestia humana’, interpretada por su actor fetiche,
Jean Gabin, es la única que nos sitúa a Jean Renoir en el contexto del
Realismo poético que marcó al cine galo del momento. Su interés por las clases
sociales, el mundo urbano y la fatalidad humana, en buena parte derivada del
naturalismo literario precedente, reposan en este película mientras el resto
convierten a Jean Renoir en un director al margen de movimientos, y cuya única
ambición fue la de registrar al ser humano y, en estos años, con el apoyo
ideológico del Frente Popular (coalición de partidos de izquierda que gobernó
entre 1936 y 1938 que aplicó importantes medidas a favor de los trabajadores
recogidas en los Acuerdos de Matignon), llevó ese ideario de progreso y
consecución de libertades a las pantallas alentado también por el progresivo
avance del fascismo. Desde esa óptica es desde la que emerge de desde ese
quinteto un monumento al ser humano como es ‘La gran ilusión’. Y de la que el
mejor calificativo son las palabras de Goebbels tras su visionado, definiendo
al director como «el enemigo cinematográfico número uno». Poco más que decir de
este canto pacifista que borra fronteras y distancias entre los hombres pero
que insiste en la necesidad de frenar a los que atentan contra todo eso.
Las
tres películas restantes, ‘Los bajos fondos’, ‘La Marsellesa’ y ‘La regla
del juego’, redefinen al hombre dentro de la sociedad en la que le ha tocado
vivir y los continuos choques que en ella se producen entre los componentes de
las diferentes clases sociales, desde el proletariado a las clases altas de la
nobleza francesa.
Estas
películas marcan un periodo glorioso para el director al que había llegado tras
unos años de una continua experimentación en los elementos que forman parte del
cine, desde el sonido a los elementos puramente visuales, pudiendo ser incluso
calificado como un director de vanguardia que, al tiempo que conocía el oficio,
ahondaba en sus posibilidades expresivas. No bien acogidas por parte del
público, una situación que empezó a cambiar a partir de 1931 con ‘La golfa’ y
que desembocó en 1936 en la película que le abría a la madurez como realizador:
‘Una partida en el campo’, película con numerosas claves pictóricas, a la que
se vinculó con las pinturas de su padre, aunque él propio director no es de esa
opinión, pero en la que ya se reconoce a un creador de imágenes poderosas en
una historia de sugerentes y poéticas consideraciones.
Tras
su cine de los años treinta y con el nazismo campando por los Campos Elíseos,
Jean Renoir, aquel ‘enemigo número uno’ huye a los Estados Unidos, tal y como
se vieron obligados a hacer numerosos directores de cine europeos. Allí su
regusto europeo se entremezcla con el poderoso cine de estudios norteamericano.
‘Aguas pantanosas’ (1941) y ‘Esta tierra es mía’ (1943) miran desde su
argumentario a lo que estaba sucediendo en su continente. Aquel carácter
singular de Jean Renoir tampoco se contiene en la industria norteamericana y en
los años cincuenta filma en la India,
otra de sus películas claves, ‘El río’ (1951), de nuevo un desafío técnico como
el de su primer cine, ahora de la mano del color para de nuevo estudiar al ser
humano, pero no tanto hacia fuera, en relación a su entorno, como fue su cine
de los años treinta, como hacia su interior. Una especie de realismo intimista que
cambiará su cine posterior. Los años cincuenta serán en los que a través de
unos jóvenes teóricos del cine, y posteriormente directores de la Nouvelle Vague, se
reivindique su nombre desde Cahiers du Cinema pidiendo el regreso a Francia del
que calificarían como ‘patrón’. Ellos lo vieron como a un moderno, pero el
moderno, ya cansado, solo dirigió cuatro películas más en esa década de los
cincuenta. Ninguna como aquellas otras en las que se contenía todo lo que
significaba el cine. Todo lo que significaba Jean Renoir.
Aquel
día en el campo de hace 80 años
EL
mediometraje ‘Una partida de campo’, de cuarenta minutos de duración, se
considera una de las obras claves del director francés, no muy partidario de
vincular a esta película, pese a lo mucho que se ha elucubrado sobre ella, con
la pintura realizada por su padre, aludiendo el propio autor siempre a la
diferencia entre cine y pintura, desde la consideración de elementos
indispensables de ambas disciplinas, como el fuera de campo que limita el lienzo,
o el protagonismo del tiempo en el cine, en contraposición con la pintura.
Partiendo de estas precisiones, una vez que se visiona ‘Una partida de campo’,
es muy difícil evadirse de las pinturas impresionistas, de aquellos caballetes
que salieron al campo en una epifanía pictórica que destrozó la pintura
académica a través de encuadres, colores y pinceladas vivas que transformaron
la mirada sobre la pintura. Jean Renoir como director nuevo, y por lo tanto
moderno, también jugó a eso, mientras realizaba un largo plano en el que las
gotas de lluvia caían sobre el agua de un río. También cuando una de sus
protagonistas se columpia (imposible no recordar los lienzos de su padre) en
plena naturaleza con el cielo como fondo. Pero más allá de estas especulaciones
sobre el influjo de la pintura en el cine, ‘Una partida en el campo’ nos sitúa
ante una historia que, pese a su brevedad, plantea una revolución en la mirada
del espectador. El relato, basado en un texto de Guy de Maupassant, traslada a
una jornada campestre a una familia de parisinos en la que dos de las mujeres,
madre e hija, se verán absortas por el entorno natural, tan sugerente y alejado
de la cotidianeidad parisina, cayendo en manos de dos galanes. La llegada de
una tormenta fractura ese momento y supone el regreso a su vida pequeño
burguesa, pero lo sucedido en esa jornada marcará la vida de la joven que no
volverá a sentir lo que es el amor.
La
mirada que nos propone Renoir es la mirada al despertar del deseo, al momento
iniciático y a la insatisfacción de por vida. La naturaleza genera un ansia de
goce, una búsqueda del bienestar y del placer, frente al aburrimiento y el
desprecio de los personajes masculinos de la familia presentados aquí como dos
bobalicones cuya presencia frustrará las vidas femeninas. Renoir alcanza unas
cotas raramente vistas en cuanto a esa plasmación del deseo, las miradas entre
los protagonistas, pero sobre todo los planos que recogen esas miradas son de
una evocación enorme sobre lo que pretenden mostrar. Lágrimas que se descorren
por las mejillas, bocas que se aproximan, pieles que se pegan y todo ello sobre
el manto verde, ante unos árboles que se agitan y el baño de una luminosidad
festiva y lúbrica.
La
importancia de esta obra también surge de la reunión de nombres a su alrededor,
ya que, como asistentes del director, figuran Jacques Becker, Henri
Cartier-Bresson o Luchino Visconti. Puro talento que no hizo más que sumar a
una obra singular dentro de la propia singularidad de un director que convirtió
el conjunto de su cine en una declamación de la vida.
Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda. Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo. 31/07/2016