▶ «Hacía lo menos veinticinco años que no
escuchaba a nadie hablar en gallego, desde que, siendo muy niña, solía
acompañar a mi abuelo Juan al puerto en Coruña».
[‘Azules son las horas’.
Inés Martín Rodrigo]
Su nombre es Sofía Casanova. Una mujer rescatada por la literatura gracias a la
intuición y la brillante escritura de Inés
Martín Rodrigo. Una de las bendiciones que nos ofrece la propia literatura
no es solo el hecho estético o el placer de la lectura, sino el descubrimiento
de nombres orillados por nuestra historia, por un mezquino devenir de los años
que se llena de olvidos dejando atrás a personajes tan valiosos y sorprendentes
como el de esta gallega nacida en A
Coruña en 1861.
Mujer, poeta, periodista, autora teatral
y la primera corresponsal de guerra, son solo algunas de las facetas que descubrimos
en Sofía Casanova a medida que leemos el libro publicado por la Editorial Espasa, ‘Azules son las horas’, pero sobre todo podríamos definirla como una
resistente. Ella luchó desde bien temprano por expresarse a través de la
escritura, por defender su nombre de mujer en un mundo construido por hombres y
para hombres. Resistencia desde el deseo de forjar una familia, la defensa de
sus hijas o los derechos de la mujer, y sobre todo resistir a la brutalidad del
ser humano a través de cuatro guerras que atravesaron su vida como las garras
de una bestia. Cuatro cicatrices, cada una más profunda que la anterior, que
solo sirvieron para que Sofía Casanova fuese consciente de hasta qué punto el
ser humano es contrario a sí mismo.
Esas guerras, con todas sus miserias y
repulsiones, fueron el marco en el que Sofía Casanova fijó su faceta de
articulista de prensa y corresponsal de guerra. La primera mujer en España que
acometía tal fin. Desde la Polonia a
la que le condujo un mal casamiento y en la que cimentó a una familia que la
acompañó hasta del final de su vida, enviaba a diarios como El Liberal primero, y posteriormente al
ABC, los cadáveres que la guerra
depositaba a la puerta de su casa. Durante 21 años hasta 800 artículos hicieron
del ABC una referencia para pulsar el débil latido de esa Europa que se desangraba paulatinamente a través de las dos guerras
mundiales, la Revolución Rusa y la Guerra Civil española.
Varsovia, Moscú,
Londres fueron algunas de las
estaciones de paso de una vida que al lector le engancha desde las primeras
páginas del libro, una fascinación asentada en la humanización de la
protagonista, lo que no hace más que aumentar el interés por el personaje
histórico. Así, página tras página, formamos parte de ese inicio del siglo XX
llamado a ser el del gran progreso social pero en el que se tuvo que pagar un
altísimo y excesivo peaje. Cada uno de esos artículos que con muchas
dificultades atravesaban una Europa humeante hasta Madrid, son una mirada firme a una geografía en la que los
poderosos jugaban a configurar imperios, a desplazar fronteras. Caprichos de
unos pocos que mutilaban vidas y esperanzas generando un horizonte en el que
vidas como las de Sofía Casanova danzaban un baile macabro con los fantasmas de
la guerra. Lejos del refugio, del paso atrás, Sofía Casanova no dudaba en
cruzar líneas devastadas, en apilar cadáveres, en enfundarse un traje de
enfermera e intentar paliar la desesperación de los demás o en entrar en
palacios y embajadas buscando la salvación de los suyos.
Pocos espacios había para el aliento con
ese panorama. El amor por sus hijas, el acto irrenunciable de escribir y al
fondo, como una Itaca de la que
nunca desprenderse, su tierra gallega. A ella necesitaba regresar cuando el
nudo en la garganta impedía la respiración. Urgía entonces el aroma salado del
mar, contemplar el balanceo de los árboles y sentir el cariño de una lengua
hecha para la caricia. «La mecí como cuando era niña, en Marín, con la brisa de las rías gallegas entrando por el balcón»,
«Nada más llegar a Mera, supe que no
me había equivocado. Julio empezaba a despuntar y la luz del mar se filtraba en
el cielo, haciendo del paisaje una hermosa paleta de colores pastel». Son los
retornos a Galicia pero también los recuerdos en las últimas horas de vida. De
esa manera se inicia cada uno de los capítulos, desde el lecho final, en la
invocación permanente de una vida que se apaga pero que aún destellea en cada
narración como un faro que alumbraba a todos los que la rodearon, como esa Pepa, Pepiña, que crió a sus hijas
hablándoles en gallego como parte de su esencia. Galicia siempre al fondo, como
la entrada a una ría de estabilidad mental cuando precisamente todo te abocaba
a lo contrario. Y horas ante de morir, el deseo manifestado a sus hijas:
«Descansar, para siempre, en Galicia».
La otra gran patria de Sofía Casanova
fueron las letras. El oficio y la pasión de escritora, las primeras poesías, el
equipaje de una niña formado por unos pocos libros en una caja de zapatos, el
apoyo del rey Alfonso XII para
publicar su primer poemario, el pionero estreno teatral de una mujer en Madrid
en 1913, y las tertulias de hombres en las que su posición firme y resuelta se
imponía en muchas ocasiones a los Zorrilla,
Pereda, Machado, Benavente, Goy de Silva, Murguía o Tolstoi, con
los que coincidió a lo largo de su vida. Pero su gran debate fue siempre con la
página en blanco, con ese abismo al que se asomaba cada vez con una vista más
frágil hasta la oscuridad final. Ahora, casi sesenta años después de su muerte,
esa oscuridad es luz gracias a Inés Martín Rodrigo que ha hecho que podamos ver
y emocionarnos en el descubrimiento de ella, de Sofía Casanova.
Publicado en Diario de Pontevedra 27/02/2016.
Imagen: Sofía Casanova con el uniforme de la Cruz Roja en 1915. (Archivo gráfico ABC)