El pasado martes 21 Sothesby’s subastó ‘Jeanne Hébuterne au foulard’, uno de los
últimos retratos de su amor final,
demostrando como la pintura antes despreciada del italiano bate registros
subasta tras subasta
“ERES ABSOLUTAMENTE inhabitable” le dice Beatrice Hastings, la amante
inglesa de Amadeo Modigliani (1884-1920) al pintor tras una de sus innumerables
crisis, tras unos arrebatos inflamados junto a un vaso de vino, a una copa de
cognac o a la temible absenta. Todos estos fueron los ingredientes devastadores
en la existencia atormentada del pintor italiano, acrecentada por la
incomprensión hacia su obra, por ese ‘arte de caribes’ como lo calificó
Baudelaire aludiendo a un burdo primitivismo pero que a Picasso sí le había
funcionado como escaparate de su obra y de su audacia.
El escenario de Montparnasse tuvo a Modigliani como a uno de sus más
singulares protagonistas desde su llegada a París. Su individualidad pictórica,
su beligerancia frente a un entorno de incomprensión, sus adicciones y su
pobreza extrema, así como sus relaciones con las mujeres, lo convirtieron en
una especie única en ese ecosistema irrepetible que se dio en el París de las
primeras décadas del siglo XX. Sús últimos días de vida, vagabundeando entre
los cafés malvendiendo bocetos a cinco francos, fueron el epígono a una vida en
la que sus cuadros se fueron apilando en su estudio sin comprador, sin
galeristas, sin marchantes, sin reseñas en prensa, y eso los cuadros que
sobrevivían a sus arrebatos destructivos que podían hacer que toda su obra
acabase consumida por el fuego de la chimenea o en el fondo del mismo Sena.
Esa etapa final en la breve vida de Amadeo Modigliani solo tuvo un
sustento, un oasis en medio del desierto con nombre de mujer, Jeanne Hébuterne,
una joven catorce años menor que él que dejó a su acomodada familia para
acompañar, en una vivienda sin muebles, apenas una cama y un caballete, al
hombre del que se había enamorado. También el pintor se había enamorado,
también había visto en su dulce cara una especie de salvavidas al que de todas
maneras, sabía que no se podría asir durante mucho tiempo. Un abrazo de Jeanne
eran horas de vida.
«Podría pintar el universo, pero si no quisiera pintar el universo,
pintaría su retrato», con este impresionante diálogo de la película ‘Los
amantes de Montparnasse’ (Jacques Becker, 1958), despacha Modigliani su interés
por la figura humana, por hacer de un rostro todo un paisaje en el que esos
ojos almendrados se convertían en infinitos abismos hacia el alma del
protagonista.
En abril de 1917 conoce a Jeanne Hébuterne. Apenas tres años juntos,
Modigliani morirá en enero de 1920, que se fueron flanqueando de numerosos
retratos bajo la óptica del pintor. «No pinto como eres, sino lo que yo veo de
ti», es otro de los diálogos de esa película inmensa. Y así es como Jeanne
Hébuterne se convierte en el paisaje de los últimos años de su vida, en la
mirada hacia una paz y un sosiego de espíritu que durante solo unas horas
aplacaba los demonios interiores. Cada cuadro más bello que el anterior, cada
mirada más intensa, cada pincelada entendida como si fuera la última. Y en
cierto modo así lo era.
Tras su muerte, y pocas horas después, incluso durante el cortejo fúnebre
se dice que se dirigían a su galerista a comprar la obra que solo unas horas
antes habían despreciado esos mismos compradores. Aquellos bocetos ya valían
más de cinco francos, y cinco años después sus piezas incrementaron en cien
veces su precio.
Jeanne Hébuterne se suicida dos días después arrojándose por la ventana del
apartamento de sus padres. Pero todo estaba ya en esos lienzos, el amor
contenido entre las pinceladas, entre esos cuellos alargados, en esos ojos, en
esa piel, y en esos colores en los que se declaraba un amor eterno e
incalculable. Esta semana, uno de esos cuadros se ha comprado por 50 millones
de euros, poca cosa cuando se trata de poner precio al amor.
Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda 26/06/2016