▶ «... la vida no está aquí, sentado ante
un atril en la soledad de un cuarto y rodeado de papeles, sino ahí fuera, en el
bicherío de la calle, en la efervescencia de lo público, en la prontitud de la
acción, en el limpio y humilde batallar de los días»
[‘El balcón en invierno’. Luis Landero]
Dependientas de Costa Giráldez en 1963 (Gómez) |
Con el paso de los años cambian nuestros
entornos. El tiempo y el progreso ajustician de manera gradual pero efectiva
aquellos paisajes que fueron enmarcando nuestras vidas y, en muchos casos,
dándoles el sentido que necesitan. Leo esta semana en las páginas de este Diario que los surtidores de gasolina
de Costa Giráldez están siendo
retirados y con ellos se llevan uno de los pocos signos que quedaban de un
pasado cada vez más lejano, pero cada vez más necesario para entender lo que
uno es. Ese pasado se forjó en los años de la infancia, en un barrio que
todavía se entendía, a finales de los setenta, como las afueras en las que se
asentaba un Hospital y en una ciudad que tenía a Daniel de la Sota como su Gran
Vía. «¡Cómo os vais a vivir tan lejos!» Exclamaba con asombro mi
familia.
Esa gasolinera era una imagen especial
en la vida del barrio, ajenos a cualquier posible peligro por su situación en
una zona de viviendas, su presencia, desde principios de los años cincuenta, se
convirtió en parte del paisaje de la propia Pontevedra. Los archivos del periódico guardan la imagen de varias
de sus empleadas mujeres. Sí, mujeres que, como Irene y Julita, con sus batas
blancas, trabajaban en un entorno claramente masculino. Pero esta empresa
siempre tuvo una vertiente pionera, y hasta de compromiso, no solo por ese
empleo femenino, que otorgaba mucha libertad a las mujeres fuera del ámbito
doméstico del franquismo, sino que también se incorporaba a personas con
diferentes discapacidades, imposible olvidarse del querido Silverio Pérez, conocido como ‘El Mudo’, que todavía recuerdo trabajando entre los coches del
aparcamiento. Otros trabajadores, también inolvidables fueron Gerardo, Manolo o Lito, siempre
vinculados a pasar horas y horas ante los surtidores, mientras por el medio
grupos de chavales hacían de la calle un hábitat de vida, de diversión y
aprendizaje, tan diferente de ese en el que se mueven ahora nuestros hijos,
apoltronados en el sofá ante la televisión o manejando sus consolas último
modelo, tanto en casa como en la calle, con la mirada encogida en sus aparatos
ignorando todo lo que sucede a su alrededor.
Esas calles eran una geografía por la
que niños y adolescentes se movían sin más pretensión que la de hacer de cada
día un día de alegría y de juegos. Con un balón sobre el asfalto, la calle Lepanto se convertía en el Estadio de Querétaro de 1986, y si
había que parar el tráfico se paraba; las instalaciones de Construcciones Porfirio Diz
eran un territorio donde tenían lugar las aventuras más diversas; y entre las
calles Blanco Porto, Javier Puig y Benito Corbal se iba pasando la jornada entre portales, pisos y
compras: los soldaditos de plástico de Novás,
las Cristinas de crema de Dolce Vita,
las Fantas en el Bar Franco o los recados en Ultramarinos Plácido nos enseñaron a
movernos en el ámbito comercial, a negociar y sobre todo a dotarnos de una
autonomía que hoy también se tarda mucho más tiempo en adquirir.
Eran tardes en las que los deberes te
permitían respirar, ahora que estamos en pleno debate sobre el abuso que de
ellos se hace desde nuestro sistema educativo, y con unos fines de semana en
los que la calle era tu gran deseo, y privarte de ella como castigo, era la
amenaza que pendía de tu mejor o peor comportamiento a lo largo de la semana.
En definitiva, la ciudad como espacio vivido y sentido, el ámbito público como
esparcimiento para el individuo y escenario para el fomento de los vínculos
entre personas. Quizás esto les suena a algo de lo que está pasando hoy en día
en Pontevedra.
A partir de esos surtidores se remueve
todo un tiempo y se configura un nuevo paisaje, el de la ciudad que no ha
dejado de crecer, de ampliar sus horizontes y de modificar sus relaciones con
el ciudadano, en muchos casos, no tanto por la propia dinámica urbana, como por
una sociedad abocada a modificar su conductas y sus actitudes. Nuevos negocios,
nuevas generaciones, nuevos comportamientos en las familias, han desterrado
mucho del valor de la calle y de sus posibilidades como ámbito de crecimiento y
de socialización, y eso se ha pagado en esta ciudad durante años.
Los que hemos hecho de ese territorio
urbano un lugar de juegos al que todavía la memoria nos conduce cada cierto
tiempo, sabemos de su importancia y de sus valores y siempre nos acompañarán
realimentados cuando vemos que se cierra uno de aquellos negocios a los que
entrábamos con una moneda en la mano como auténticos potentados, cuando nos
enteramos de que ha fallecido alguno de aquellos actores vecinales o cuando se
produce algún derribo físico de alguna construcción. El paso del tiempo es
imparable y suspenderse en él ya solo es un juego nostálgico para sentir que
todavía seguimos vivos, pero sobre todo, para darle importancia a todo lo que
compone una existencia en la que cada detalle tiene su importancia, incluso
unos viejos surtidores de gasolina.
Publicado en Diario de Pontevedra 18/06/2016
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