sábado, 28 de febreiro de 2015

Palabras


«Yo, que he estado en varios congresos de periodistas, cuando me preguntan que de dónde soy y respondo que de Castroforte del Baralla, ponen cara de extrañeza, y si les añado que es una capital de provincia como La Coruña o Ciudad Real, me dicen que si pretendo tomarles el pelo.» ('La saga/fuga de J.B.' Gonzalo Torrente Ballester)



Entró Miguel Fernández-Cid en la Casa das Campás entre el temor y el respeto a las piedras de su ciudad, esa ciudad levitante que en su memoria es un escenario de juegos infantiles y en su alma es un latido que cada vez suena con más fuerza. Lo de Rilke y la infancia es belleza y poesía, lo de Miguel Fernández-Cid es verdad y pureza. Una pureza embalsamada en los cómics de Tintín de la antigua Biblioteca Pública de Pontevedra, aderezada con pelotazos en la Pedreira, soñada en el camarote del almirante Méndez Núñez del Museo de Pontevedra y convertida en sabor con los milhojas de Los Castellanos. En definitiva, una carta sin acuse de recibo siempre pendiente de enviar mediante esos leones que te muerden la mano para impedir los siempre peligrosos viajes al pasado.
De esta manera se inició el ciclo de ‘Conversas na UVI’ que, organizado por la Vicerrectoría del Campus de Pontevedra con las voces de diferentes columnistas de Diario de Pontevedra, pretende llevar a esa Unidad de Vigilancia Intensiva las palabras que eviten el ruido, las reflexiones que nos desprendan de un barullo ensordecedor que cada vez más agita nuestro pensamiento precisamente para evitar que pensemos. Bernardo SartierAdrián RodríguezRodrigo Cota y Xabier Fortes buscarán esa pausa con sus diferentes invitados el último martes de cada mes. Esta semana la pausa la puso Miguel Fernández-Cid, actual director de la Fundación Gonzalo Torrente Ballester, exdirector del Centro Galego de Arte Contemporánea, a lo que se le suma un ingente currículum de comisariados, gestiones culturales, escritos críticos y docencias, y todo aderezado con la pátina de pontevedresismo de la que uno no se licencia en universidades, sino naciendo encima de dónde le daban puntadas a los trajes de Gonzalo Torrente Ballester, viendo a sus vecinos depositar botellas navideñas a los pies de los policías locales o haciendo de Pasarón un fortín en su mente, como la Ítaca de Kavafis, sin la cual no habrías emprendido el camino.
A esas levitaciones nos condujo Miguel Fernández-Cid como quien se expurga a sí mismo ante un auditorio entre el que se encontraba mamá, que es como narrar en la caverna de Platón con la lumbre iluminando nuestras propias sombras. Pero de esas sombras y ese fuego surgió el creador de aquella revista Arte y Parte con la que algunos forjamos nuestra vena de críticos artísticos alejados de mesías oficialistas; también el profesor de Bellas Artes que no entendía como esta Pontevedra, incapaz de fijarse en un solo sitio, acogía un centro que fue dinamita para el arte gallego y también para una Pontevedra a la que se le caían los rótulos de las calles de pura Amargura; pero sobre todo fue el director del CGAC, aquel CGAC surgido de las barricadas post Gloria Moure y en el que por fin se dio sentido a las cuatro palabras que se encierran bajo esas siglas, con más presencia y atención a Galicia y a lo que aquí se cocía, de lo que se pensaron incluso los que se abanderaron tras su cese en un nuevo tiempo que lo único que hizo fue empobrecer un escenario que se había convertido en una referencia en el sector a base de trabajo y dedicación en vez de costosas vanidades.
Siete años que llegaron hasta esta charla como no lo habían hecho hasta ahora, a corazón abierto, y relatando el aterrizaje forzoso, el por qué de un proyecto, las anécdotas de palacio y el adiós. Todo se quedó allí encerrado, junto al tesoro de Benito Soto, que es donde deben reposar las cosas verdaderamente importantes, entre piedras húmedas y el relato oral, ¿para qué encerrar las palabras en una grabadora? Y que conste que lo pensé, antes, y mientras escuchaba esas palabras, pero al tiempo me imaginaba a Torrente Ballester grabando las suyas en los años en que Miguel Fernández-Cid veía la televisión en pantalones cortos en el Café Moderno, ¿para qué repetirnos si eso ya lo hizo alguien realmente moderno?
De la mano de Gonzalo Torrente Ballester camina ahora Miguel Fernández-Cid en una Fundación que debería hacer caer la cara de vergüenza a ministerios, consellerías y concejalías, también a entidades privadas, tan poderosas, incluso más que antes, y siempre ávidas de que sus cuentas de resultados se reflejen en números y no en palabras. El gran mal de nuestro tiempo, que todo se contabiliza en cifras y no en palabras, y para muestra un Mariano. El legado del mejor escritor en lengua castellana del siglo XX, manantial para infinitas posibilidades, se seca mortecinamente ante la desidia de quienes ignoran que cuantas más palabras pongamos en circulación todo esto será un poquito mejor. Las palabras de Torrente Ballester, que es mucho decir, ahora mismo solo encuentran amparo bajo la acción de este caballero andante en su lucha contra molinos reales, atrapado en una espiral de compromiso y de mucho de eso que solo la gente de la cultura es capaz de ofrecer: Todo por nada. Desde esa épica emergió el grito estremecedor de Carmen Becerra, abanderada torrentina, alabando una labor que, como mucho de lo hecho por Miguel Fernández-Cid, tiene algo de heroico y también de construcción mítica de la realidad. El mito que nos construye a todos y que forja nuestra identidad individual y colectiva. A él se aferró Torrente Ballester, y a él contribuye Miguel Fernández-Cid. Allí, ya estaba todo dicho, y además mamá se fue contenta.



Publicado en Diario de Pontevedra 28/02/2015
Fotografía: Miguel Fernández-Cid el pasado martes en la Casa das Campás. (Lorena Castro)

martes, 24 de febreiro de 2015

Remitente: Scott Fitzgerald



Un padre envía cartas a su hija que se encuentra estudiando y creciendo en otra ciudad diferente a la suya. Esta sería una historia de lo más común, una temática trivial y casi absurda para cualquier libro. Pero descorrer los nombres de remitente y destinatario hace que esa perspectiva mude por completo. El padre se llama Francis Scott Fitzgerald, ella, su hija, Scottie Fitzgerald, y entre ambos, una sombra que permanece flotando constantemente. Un manto gris que nos habla de una fuerte presencia a la que ambos se encontrarán indefectiblemente unidos, Zelda Sayre, la mítica esposa del escritor y madre de su única hija. Ella físicamente se encontraba ingresaba en un psiquiátrico, mientras Scott Fitgerald estaba en Hollywood, buscando, con sus guiones, ir minando las grandes deudas que soportaba en los años treinta; y su hija, Scottie, estudiaba y hacía sus pinitos en el mundo de las letras.
Con este volumen, en forma de hatillo de cartas, se abre no solo la escritura de uno de los grandes genios de la literatura del siglo XX, sino también el alma de un hombre en ocasiones atormentado y en otras radiante por su talento. Este itinerario por su personalidad nos presenta a un padre obsesionado por el dinero, por los ingresos y los medidos envíos, hasta el último centavo, para los gastos de su hija; pero también con una obsesión muy presente, como era el estado de su esposa Zelda, ingresada en un sanatorio psiquiátrico, a lo que habría que unirle la que comenzaba a ser la fragilidad de su narrativa muy alejada de los espléndidos años veinte. Él mismo era consciente de ese declive narrativo y postrado en Hollywood, con una salud que se comenzaba a derrumbar, aceptaba trabajos escribiendo guiones que no estaban a su altura, pero que le reportaban los ingresos necesarios para afrontar deudas y poder hacer que su familia siguiese adelante.
Estas cartas, escritas entre 1933 y 1940, pueden leerse de manera continuada, o lentamente, espaciándolas entre otras lecturas, un ejercicio que se dilata en el tiempo pero que engrandece cada una de esas misivas convirtiéndolas en pequeñas joyas de las que siempre se extrae algo positivo para aplicar a la literatura la visión de un genio sin igual: «A menudo pienso que la escritura consiste simplemente en ir deshojándote para quedarte más fino, más desnudo, más magro», «O la poesía arde como un fuego dentro de ti (como la música para el músico o el marxismo para el comunista), o no es nada, un tedio vacío, formalista, alrededor del cual los pedantes sueltan sus interminables peroratas y explicaciones». Cada vez más acosado por el fin de sus días y la destrucción de aquel mundo de fiestas y champán y ante el futuro de esa hija, le decía: «Te volverán a entrevistar y debo pedirte una vez más que no les digas ni una palabra de mí o de tu madre». Los años veinte se apagaban y en estas cartas se percibe la oscuridad.





Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 22/02/2015

luns, 23 de febreiro de 2015

30 anos dunha resurrección

Rue Saint-Antoine nº 170
Performance. O azar, bulideiro e caprichoso, quere que de novo sexa nun 22 de febreiro cando o lume remate coa efímera vida de Ravachol. Xa van trinta anos dun 22 de febreiro de 1985, cando, da noite dos tempos, recuperouse a figura deste papagayo, compañeiro de Perfecto Feijoo, e cuxo óbito converteuse nun irreverente acto de modernidade.



Nos anos vinte do século pasado André Bretón e os seus camaradas surrealistas paseaban os seus cadáveres exquisitos polas rúas de París. Con eles tremeron os alicerces da arte e entendeuse que se daba un paso ben forte na modernidade social e artística. Pero unha década antes, neste afastado da metrópole punto xeográfico, outros homes e mulleres saíron as rúas a perpetrar o que podería calificarse, sen nengún ánimo fachendoso, dunha das primeiras accións surrealistas da historia ao poñerse todo un pobo tralo cadaleito dun paxaro, no que se poñía a desfilar á igrexa, á política, ou ao exército, e dicir, as institucións de referencia participaban dun acto que removía a orde social establecida, e nada hai máis surrealista que iso. Toda unha performance.
A casualidade, ou os caprichosos fíos do destino, farán que hoxe, outro 22 de febreiro, trinta anos despois, volvamos a converter en cinzas ao papagaio que aqueles afoutados pontevedreses resucitaron para darlle outro pulo ao Entroido na rúa.
Eses pontevedreses que quixeron sacar o Entroido a rúa, algúns deles adicados á hostalaría, e afectados pola traxedia da madrileña discoteca Alcalá 20, na que morreron 82 persoas por un incendio, plantexaron en febreiro de 1985 completar a programación coa esquecida figura, daquel papagaio burlón e irreverente que viviu na botica de Perfecto Feijoo chamado Ravachol, en recordo, seguro que polo carácter que nel se adiviñaba, dun coñecido anarquista francés de finais do século XIX, François Ravachol, axusticiado en 1892. Ravachol, o noso, faleceu na fin de semana do 24 e 25 de xaneiro de 1913. A noticia, foi de tal importancia que ocupou un amplo espazo na portada do Diario de Pontevedra o martes 27 de xaneiro, comezando a medrar a bola da súa morte e todo o que viría detrás como unha gran broma que Perfecto Feijoo, axudado por outros ‘cráneos privilexiados’ daquela Pontevedra de principios do século XX quixeron artellar coincidindo co Entroido daquel ano. Velorio, honras fúnebres, desfile, telegramas chegados de numerosos puntos cardinais e unha ‘criminal velada’ no Circo-Teatro, asentaron as bases dunha lenda, que o foi en vida, pero aínda máis trala súa morte.
En 1984 o Entroido de Pontevedra voltaba á rúa, ao lugar que lle corresponde, un espazo que lle fora prohibido durante a Ditadura atopando refuxio nas diferentes sociedades pontevedresas baixo nomes como os de Festa de Febreiro, Festa da Primaveira ou incluso Festa da Camelia. Un ano despois, e ante o éxito acadado, decídese seguir medrando no que é o Entroido na rúa e poder gañar así dous días máis de festa, co conseguinte maior gasto económico e repercusión nos comercios da cidade. O tradicional mércores co que se remata o Entroido pásase ao venres e pénsase en recuperar a figura daquel papagaio que acompañara a don Perfecto Feijoo na súa botica.
O 13 de febreiro de 1985 no concesionario Begano de Coca-Cola en Poio procédese á súa presentación, anunciado como «Loro ilustre de la ciudad de Pontevedra», por parte do concelleiro delegado de Cultural, Rodríguez Pousada e o presidente da ‘Comisión do Carnaval en la calle’, Antonio Reguera. Aquel papagaio, de pouco fuste, todo sexa dito, viña a inaugurar unha nova etapa no Entroido pontevedrés incidindo na súa cualidade de carnaval urbano, culto e intelixente que lle pegaba moi ben á cidade e a súa historia.
 No libro do recordado José Manuel Brea (o primeiro que lle prendeu lume a ese Ravachol en 1985), ‘Vinte anos de entroido na rúa’, lembra como cando se comentou esa posibilidade de resucitar a Ravachol houbo quen dixo que «eso de Ravachol no va a tener éxito». E aí o deixamos. Ese primeiro Ravachol tivo a súa primeira casa mortuoria no Hotel Don Pepe, trasladándose despois á Casa da Luz para o velorio multitudinario. No programa de festas daquel 1985 incluíase un acto a celebrar o día seguinte do enterro, ás doce da mañá, consistente en depositar as cinzas do Ravachol na base dunha árbore que se plantará cada ano nun lugar «aínda por determinar», coa pretensión de crear un paseo do Ravachol, algo que non frutificou.
A primeira edición e, como acontecera o ano anterior coa saída á rúa do Entroido, converteuse nun rotundo éxito. A praza da Verdura xa estaba a rebosar dende as sete da tarde, hora de comezo das exequias fúnebres. A mágoa de tantos só puido ser mitigada en parte coa presenza a cargo da organización de «trinta empanadas, bacallao rebozado e uns garrafóns de viño». Unha hora despois arrincaba o cortexo fúnebre polas rúas dun casco histórico de loito riguroso. Unha cruz de flores e a esquela de Ravachol abrían ese cortexo. Mulleres portando cirios prendidos ‘severamente enloitadas’ e moitos homes tocados con bombín ou chistera formaban parte desa comitiva na que non faltaron as charangas e os grupos festivos, nin o bispo co seu séquito. Na praza da Ferraría, ante o alcalde e os concelleiros, así como outras ‘personalidades’, e trala lectura das letanías, prendeuse a pira que deixou o corpo do Ravachol convertido en cinzas e aos pontevedreses coa impresión de ter saldado unha débeda cun dos seus personaxes máis orixinais, singulares e simbólicos dunha cidade capaz de facer cousas tan marabillosas dende a imaxinación e o sempre necesario puntiño de loucura para saír a rúa a chorar a morte dun papagaio.





Publicación no Diario de Pontevedra 22/02/2015
Fotografía. Acto de presentación do primeiro Ravachol en 1985 (Rafa)

sábado, 21 de febreiro de 2015

Teñan coidado aí fóra



Horarios inverosímiles, extensas xornadas ao socairo das novas, demasiado tempo afastado da familia... son algunhas das eivas do traballo nun medio de comunicación, pero aínda así, e ogallá por moito tempo, un segue enganchado a este xeito de traballar que converte ao día a día nun horizonte diferente cada xornada. De vez en cando ese espazo convértese nun agasallo, nunha enchenta que te fai feliz e acada que esquezas aquilo de que «sabes a qué hora entras pero non a qué hora saes». Se a semana pasada xa tiven un deses momentos coa presenza no acto de entrega do Premio Biblioteca Breve de Novela Seix Barral, e do que aínda estou impactado pola presenza dunha chea dos mellores escritores do estado, estes días vivín outro deses momentos ao coñecer e formar parte da posta en escena dun encontro de escritores diso que xenéricamente se coñece como novela negra.
Poucos nomes poden gabarse de vender máis libros ca eles. Dolores RedondoDomingo Villar e Pedro Feijoo son parte dun milagre literario que dende un tempo leva revitalizando listas de vendas e apañando no canastro a unha morea de lectores, moitos deles novos, e aos que lles inoculan o virus da lectura para logo bulir por outros vieiros literarios. E se falamos de milagres literarios temos outro ben preto de nós, no IES Torrente Ballester, no que, baixo a man de Pedro Iturburúa e o resto de membros da comunidade educativa, vense traballando arreo para a difusión da lectura e a escrita entre os rapaces. O mellor dun centro de ensino público agroma tras estas paredes e, como a lava dun volcán, agóchase quente e burbullante na súa cerna, esa Biblioteca que leva o nome da inesquecible María Victoria Moreno. Entrar nela é como acceder a unha dimensión que acariña o espírito e nos reconcilia con nós mesmos e o que podemos chegar a ser. Os seus murais, os seus recunchos, o coidado e a vida que se palpa nela, son parte dese milagre que xa burbulleou fai uns meses coa publicación dun libro de relatos feitos polos propios alumnos e que se converteu en erupción cando puxeron os seus pés nela os tres convidados polo Instituto, para manter unha conversa pública sobre ese xénero no que se moven como autores, pero sobre todo, para que os coñezamos como seres humanos, afastados dos seus universos literarios de crimes, sucesos, detectives, policías, persecucións, luces e sombras... Un salón de actos cheo, pese a festividade do día, mércores de cinza, e aos distintos actos do Entroido (nunca houbo un mellor día para falar de cadáveres cando tantos enterros había fóra dese centro) serviu de marco para achegarnos a cada un deles e, ao remate do mesmo, sentirnos moito máis cómplices das súas historias en base ao seu carácter, absolutamente encantador e afastado de estúpidas vaidades. Eles falaron do que entendían por novela negra, do proceso de creación das súas obras e dalgo que lle preocupaba moito ao público, cal sería o seu próximo libro? Interrumpíronse, encheron a conversa de complicidades, falaron de todo aquilo que lles move a contar historias, pero sobre todo, fixéronnos parte dos seus mundos. Dende ese Val do Baztán argallado por Dolores Redondo, pasando polas andanzas do detective Leo Caldas, parido por Domingo Villar, ata os ‘universitos’ do benquerido Pedro Feijoo, tan cheos de aventuras que se afastan desas etiquetas das que constantemente escapa este autor preocupado, como todos eles, por artellar historias que entreteñan ao lector e que o evadan dunha realidade que nos leva a recuperar aquela frase da serie de televisión Canción triste de Hill Street: ‘Teñan coidado aí fóra’. Por moitos mortos e asasinos que haxa nos seus libros todo o que alí acontece palidece fronte ao que nos atopamos no noso devir cotiá.
Xuntos, naquel estrado, agasallaron a esta cidade cunha fotografía para a historia, revelándose como persoas dunha gran proximidade na renovación do seu compromiso con moitos dos seus lectores, que eles saben son o maior dos seus tesouros, mentres que a quen lles escribe o fixeron formar parte dese conto de Alicia no País das Marabillas no que un se sente cada vez que acode a este Instituto, máis aínda cando alí coinciden este tipo de aparicións ante as que un non deixa de fregar os seus ollos.
Voltemos á realidade, ao traballo nun xornal que hoxe quere rematar as súas páxinas con esta triple fiestra á literatura, unha beizón que nos diferencia doutros seres e que nos converte en homes e mulleres desexosos de milagres como estes acaecidos nos últimos tempos e que serven para pechar un xornal falando de libros. Outro pequeno milagre.




Publicado no Diario de Pontevedra 21/02/2015
Fotografía: Domingo Villar, Dolores Redondo e Pedro Feijoo na biblioteca do IES Torrente Ballester.

venres, 20 de febreiro de 2015

Recuperando a modernidade


Rue Saint-Antoine nº 170
Arquitectura Un novo libro editado polo Colegio de Arquitectos de Galicia reflexiona sobre a recuperación da modernidade na arquitectura galega entre 1954 e 1973. Entre as obras seleccionadas polo seu autor, Antonio S. Río Vázquez, dúas son de Pontevedra: o Pavillón Municipal dos Deportes e un grupo de vivendas do barrio de San Antoniño.



¿Qué sucede na arquitectura galega entre 1954 e 1973? A iso prentende respostar Antonio S. Río Vázquez (arquitecto e profesor na Escola de Arquitectura de A Coruña) coa edición deste formidable libro, cheo de achegas que non só serven para completar a formación do profesional, senón que, pola súa capacidade didáctica, convértese nunha útil ferramenta para todo aquel interesado en ver como a arquitectura asentaba nas nosas vilas todo o seu potencial revelador dun momento concreto, dunha nova forma de ver e entender a arquitectura como parte do noso desenvolvemento común.
Na arquitectura do século pásado enténdese como Movemento moderno aquel que afianza os seus postulados na década dos anos trinta tras as rupturas das dúas primeiras décadas. Con Le Corbusier á cabeza, tras el nomes como os de Mies van der Rohe o Walter Gropius, xunto coa Bauhaus, o Constructivismo ou o Racionalismo italiano, sustentan unha aquitectura que resposta a unha nova sensibilidade e a unha nova relación coa vida. E aí é onde a arquitectura debe dar resposta ás novas demandas de xeitos de vida, de modos de traballar, de necesidades sociais, en definitiva, acompañar ao seu tempo baixo o seu paradigma eterno dun espazo para ser vivido.

Como punto afastado dos grandes epicentros da creación, Galicia asistirá a unha ralentización deste proceso, moito máis tras a Guerra Civil que deixou a España illada do resto do planeta. Ata os primeiros anos cincuenta, España viviu nunha autarquía, un mundo feito só baixo as súas fronteiras, sendo imposible a relación co exterior. Esas correaxes fóronse afrouxando un pouco e é cando a sociedade comeza a coller un chisco de aire, tamén a arquitectura, claro está, e así é como a arquitectura ábrese ao exterior e comeza a adoptar formas xurdidas das claves dese Movemento moderno. O autor do libro vai definir o ano 1954 como o punto de partida para arrincar o seu estudo. Un Ano Santo en Compostela que arrastrou a diversos proxectos cara el, tras o ano 1953, no que España racha a súa distancia internacional cos acordos coa Santa Sede; e por outro, a data de remate, que é a data na que se conforma o Colexio de Arquitectos de Galicia e se inaugura a Escola Técnica Superior de Aquitectura de Galicia en A Coruña en 1973.
Un principio e un fin no que o narrador vai a a ir comentando todo aquilo que acontece na arquitectura en Galicia nese proceso de mirar enfite ao exterior a través da man e a xenialidade dalgúns nomes xa para sempre instalados nas nosas referencias arquitectónicas. De todos eles aquí quedarémonos con dous, autores de obras esencias dentro deste Movemento moderno que trouxeron a Pontevedra esa recuperación da modernidade. O primeiro deles é o pontevedrés Alejandro de la Sota Martínez (Pontevedra, 1923-Madrid, 1996) que deixou unha longa pegada na nosa cidade con obras como a Misión Biolóxica de Salcedo, un edificio de vivendas na rúa que leva o seu propio nome, o Chalet da familia Domínguez, ou o Pavillón Municipal dos Deportes, obra escollida neste volume dentro das arquitecturas adicadas á práctica do deporte, un dos novos usos desa sociedade dos que falabamos antes. Proxectado en 1965 desenvolverá as ideas presentadas no Concurso para a Delegación Nacional de Educación Física e Deportes de 1963, onde de la Sota acada o primeiro premio, poucos meses despois de inaugurar unha desas obras icónicas da arquitectura española do século XX como foi o Gimnasio Maravillas de Madrid. Na peza de Pontevedra «cuatro torres cuadradas en los ángulos del edificio le dan estabilidad al conjunto», explica Antonio S. Río, «al tiempo que permiten las circulaciones verticales y los aseos. Entre ellos se sitúa el graderío conformado con elementos prefabricados de hormigón», continúa. A construción, nun solar elexido polo propio arquitecto, amosa tamén co manexo da luz unha das súas grandes achegas, «inundando el espacio a través del plástico ondulado de la cubierta», escribe o autor do libro.
Pontevedra medraba neses anos sesenta e diferentes zonas da cidade contemplaban a expansión da mesma. O barrio de Campolongo é un deles, pero tamén o foi o de San Antoniño, alí un arquitecto, Joaquín Basilio Bas (Murcia, 1921), chegado de fora de Galicia, pero que se asentou nesta terra en 1959, contribuiu a modernizar a faciana da capital das Rías Baixas con dúas obras nesa zona. A primeira delas é un conxunto de vivendas individuais subvencionadas, nas que ademáis da súa función dormitorio tamén buscan a mellora das condicións de vida. Con dúas alturas e colocadas nunha ringleira colócanse en forma de dentes de serra para aproveitar a luz do sol, creando unha pequena terraza, ao tempo que se protexe a intimidade do seu interior das miradas dende a rúa. As vivendas responden a varios tipoloxías de catro, tres ou cinco dormitorios. «Se trataba de un proyecto realista, funcional, nada fantasioso. Sabía que lo iba a vivir y quería hacer algo así», comenta o arquitecto a propósito destas vivendas nas que incluso chegou a vivir coa súa familia, instalando alí o seu estudo.
Nesa mesma rúa de San Antoniño, e xunto cun aquitecto que tamén o axudou no proxecto anterior, José Antonio Corrales Gutiérrez, Basilio Bas constrúe un edificio de 80 vivendas que lle confire a esta rúa un importante papel nesta arquitectura da modernidade. Protagonista dun tempo, e agora, tamén, dun libro cheo de valores.



Publicado en Diario de Pontevedra 16/02/2015
Fotografía: Vivendas barrio de San Antoniño, obra de Basilio Bas.
Portada do libro  'La recuperación de la modernidad'.

luns, 16 de febreiro de 2015

La isla de los escritores



ARRACIMADOS ANTE el modernismo de la Casa Batlló, decenas de japoneses me dan la bienvenida en una Barcelona iluminada por un sol mediterráneo que convierte la jornada en una brillante experiencia alrededor del mundo de las letras. Esos japoneses solo se separan del grupo para ampliar el plano de sus cámaras y que las ondulaciones modernistas tengan como fondo un límpido cielo azul. Otros prefieren cruzar el Paseo de Gracia para recalar en Chanel o en Burberrys para, minutos después, pasear con una sofisticada caja que a uno le cuesta entender que llegará al país del sol naciente tal y como salió del comercio, y eso que allí dentro lo que parece que se contiene es una docena de panellets en vez de un bolso o un foulard.
Barcelona se muestra hermosa, repleta de turistas que desafían a un frío matinal acosado por un sol que empieza lentamente a calentar el ambiente. Decenas de lenguas que encuentran en el catalán el acomodo perfecto para simbolizar el crisol de culturas que tan bien le sienta a cualquier urbe que se precie. Barcelona está tranquila, muy alejada de esa crispación que desde kilómetros de distancia se nos pretende transmitir tantas veces. No hay dragones descabezando a niños por las calles, ni San Jorges librando batallas en las Ramblas, y además Neymar ya juega el fútbol. Calma chicha que diría la gente de la mar. Hasta esa mar toca bajar por unas Ramblas llenas de floristas y de puestos con los artículos más variopintos. Desde su atalaya Colón dice que hasta aquí hemos llegado, mientras con su dedo señala, como no, a Porto Santo en Poio, aunque muchos crean que apunta más allá.
El Museo Marítimo está ya dispuesto para acoger a uno de los premios más prestigiosos de la narrativa en español. Prestigio del bueno, del de la buena escritura y no el prestigio del gran pecunio, que de esos ya hay demasiados. La editorial Seix Barral tiene ya todo previsto para desvelar quien toma el relevo de Fernando Aramburu, ganador del pasado año. Empiezan a llegar periodistas culturales (que lo hay, no se crean) de los medios y puntos más dispares de nuestra geografía, y entre ellos empiezan a desfilar algunos de los escritores que publica Seix Barral y que uno empieza a identificar: Ricardo Menéndez Salmón, Jesús Carrasco, Adolfo Ortega... gente de la casa, digamos, a la que en un goteo incesante se empiezan a unir otros escritores para componer así uno de esos parnasos literarios tan complicados de entender fuera de una convocatoria como esta. Juan José Millás, Dolores Redondo, Juan Manuel de Prada, Juan Marsé... empiezan a aflorar en un delirio que uno tiene delante componiéndole una figura entre el asombro y el sentirse dentro de un sueño. «Pero si están todos, si están todos....», no deja uno de pensar, mientras el desfile continúa. Rosa Montero, Clara Usón, Ignacio Martínez de Pisón, Felipe Benítez Reyes, Enrique Vila-Matas. Escritores y más escritores, y también Boris Izaguirre.
Es la hora de dar a conocer el ganador y ganadora. Autor y novela, y es cuando el jurado, también de tronío, conformado por José Manuel Caballero Bonald, Rosa Regás, Manuel Longares, y la directora de la editorial, Elena Ramírez, flanquean a Fernando Marías (no, no es hermano de Javier Marías), quien recorta su sombra sobre una proyección que nos muestra la portada de esa novela en la que un padre da la mano a su hijo. ‘La isla del padre’ es su título. Ella es la culpable del cónclave y de ese humo blanco que empieza a salir de los ordenadores y los móviles de muchos de los presentes que comienzan a salpicar las redes sociales y las webs de sus medios de comunicación con los datos que se empiezan a ofrecer sobre la novela. Toma la palabra Caballero Bonald para hablar del «miedo mutuo» que sustenta este libro y la recuperación memorialística de «algo que pudo haber sido pero que finalmente no fue»; coge el relevo Rosa Regás para denotar la «convergencia tardía» entre un padre y un hijo separados por la vida, pero dejando espacio para un «final feliz»; y finalmente, Manuel Longares se ciñe a un interesante proceso que él entiende que realiza el galardonado consistente en «convertir al padre en un personaje, lo que lo hace inmortal, teniéndolo así siempre a su lado».
Llega la hora de oír al vencedor, a un Fernando Marías que se ha pasado el último verano encerrado en la que fuera casa familiar durante más de cien años para escribir esta novela en la misma mesa en la que estudiaba de niño. Un intento por expiar sus demonios y ponerse a bien con su padre, pero también consigo mismo. Todo se limitaba a «escribir desnudo» y a relatar lo que había de vida en común entre un ser que muchas veces desconoces pero al que en un momento sientes el deseo de volver, quizás no tanto para entenderlo como sí para entenderse a uno mismo.
De todo esto fue consciente Fernando Marías cuando su padre le tenía cogida la mano segundos antes de fallecer y cuando ya sin fuerzas para hablar sintió «el latigazo de la mirada de ese padre», en ese preciso momento surge el «deseo de escribir un libro». Un libro que, pese a lo que pueda parecer, por cómo se origina, está lleno de luz, de descubrimientos, de hallazgos y aventuras que convierten a este libro en un libro luminoso, en un libro sobre la vida.
Y vida es precisamente la que quieren y necesitan todos los presentes que, en cuanto se levanta la sesión, pasan a un impresionante salón pétreo en el que se empiezan a formar corrillos de escritores, periodistas, editores... todos charlando en una camaradería que poco tiene que ver con luchas intestinas y esos odios que tantas veces se gusta plantear en estos territorios de la creación. Copas de cava brindando entre sí por una reunión de amigos conformando otra isla, la isla de los escritores. En ella todo son comentarios elogiosos hacia el ganador, una persona que parece haber abierto una puerta (con lo difícil que siempre es esto) novedosa dentro de su literatura. Los escritores hablan entre sí, se abrazan y reconocen, quizás, muchos hasta dentro de otro año no vuelvan a coincidir en esta isla que la editorial Seix Barral, con su buen hacer, convierte en un territorio casi mágico con un hada de pelo blanco que no deja de lograr que todo sea perfecto. Se llama Nahir Gutiérrez y su varita mágica es un carácter lleno de amabilidad y atenciones hacia los demás, te llames Marta Rivera de la Cruz, José María Pou o Ramón Rozas.
Cruza entre la muchedumbre José Manuel Caballero Bonald, y tras él, como un venerable Jedi, se reconoce una especie de fuerza telúrica que sobrecoge por todo lo que conlleva. Una estela como la que dejaba mientras navegaba por la Ría de Pontevedra junto a su buen amigo el doctor Barros Malvar, capítulos de ‘Entreguerras’ que sirven para unir océanos gracias a las letras y a la memoria. Una tupida vegetación que participa de muchas islas maravillosas, también de esa ‘La isla del padre’ que nos convoca en un encantamiento que ya toca a su fin.
Abandono ese islote frotándome los ojos, pellizcándome creyendo haber hablado con David Trueba, o quizás no... choco con dos japonesas que salen de La Boquería llevando un cucurucho lleno de briznas de jamón. Demasiado real para ser un sueño.


Publicado en Diario de Pontevedra 15/02/2015

domingo, 15 de febreiro de 2015

Chispazos de vida


Una enorme oda a la literatura es en lo que se convierten las páginas de este libro ‘Las letras entornadas’ de Fernando Aramburu. A esas letras es a las que recurre el autor para fijar los diferentes hitos de su vida, momentos en los cuales los libros han estado siempre muy presentes. Emociones contenidas que se desbordan desde los primeros instantes al referirse a su infancia, a lo que podían pensar sus padres de un vasco que recitaba versos en alto en su habitación y que sentía desde tan joven que la literatura, escribir libros y ganarse la vida con ello, sería un sueño que cumplir. Ese sueño se cumplió, muy adelante en el tiempo, con cincuenta años y desde la Alemania a la que se fue a vivir para cumplir algo que también tenía ya muy claro desde la adolescencia, «el deseo de no vivir donde nací».
Esa literatura es también parte de un gozoso banquete. Todo aquello que nos genera placer tiene un algo de festín, de disfrute del placer. A ese festín es al que nos invita el autor con una estructura que hace del libro una especie de dietario de lo vivido y lo leído, también de lo sentido, y en donde la literatura funciona como la argamasa que engrasa esos tres círculos concéntricos con el autor en el centro y a los que solo les falta un elemento para ser perfecto: un buen vino. Así es como cada uno de los capítulos se inicia con una presentación que se manifiesta como una conversación entre el autor y un Viejo, así es como se refiere a él, propietario de una extraordinaria bodega de la que surge una o alguna botella más que beber como aliciente para la conversación sobre aspectos vinculados a los libros.
Esas conversaciones dan pie a que Fernando Aramburu traiga hasta esa habitación textos escritos por él desde los que analizar o reflexionar de una manera más que amena sobre obras, autores o experiencias vitales inmersas en lo literario, muchas de ellas profundamente emotivas, como las surgidas de ese prematuro amor por la literatura, la compra de libros disponiendo de escasos recursos, el descubrimiento de ciertas lecturas escolares o el mundo del terrorismo de ETA acosando a libreros y efectuando crímenes en un tiempo no tan lejano. De esta manera se va componiendo un itinerario vital repleto de chispazos que van a lograr que el lector, sobre todo aquel que sienta esa proximidad con sus universos literarios propuestos, sienta esa corriente y note la sacudida, más todavía si confluye en alguno de los gustos que el propio autor manifiesta.
De esas diserciones y conversaciones con el amparo literario emerge la personalidad del escritor, y una concepción humanística de la existencia que tiene en la literatura un germen de placer y satisfacción, que no debe quedar en algo solitario, de ahí, quizás, la necesidad de este libro para evitar que la literatura, como el vino solitario, corroa nuestra alma.




Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 15/02/2014

sábado, 14 de febreiro de 2015

A ledicia da pintura




«Sempre hai flores para o que desexa velas» dixo Henri Matisse. Flores, e músicos, e froitas, e viño, e espidos, e paisaxes... podería dicir José María Barreiro a partir do senso lúdico da súa pintura, dunha ledicia de vivir que se converte na ledicia da pintura, na exaltación dos sentidos que, en canto entras en contacto coas súas obras, póñense en estado de alerta, en axitación máxica facéndote comprender todo o bo que pode chegar a acadar a pintura como xeito de expresión, como forma artística de primeira orde. 
Museo de Pontevedra amosa ata o 15 de marzo a obra deste pintor que entre Forcarei, Pontevedra e Cela artellou todo un imaxinario que, para o que serve, como serve toda arte que se teña por tal, é para desbotar bandeiras e patrias, axitando únicamente a da beleza, patria irrenunciable para o ser humano e pola única que merecería a pena morrer hoxe, cando vemos tantas barbaridades envoltas en cegas bandeiras. Achegarse a esta mostra é entrar nun universo de paz, de evocacións sensoriais do que un non quere saír. A pintura de Barreiro é unha pintura que convida ao espectador, que non o afasta do cadro, como moitos semella que pretenden, e que lle pon diante unha festa. Ven se ve co pintor gusta da vida, que a entende como unha sorte na que hai moito do que gozar. Os seus cadros cheos de cores, de músicas, de copas de viño, Tinta Femia de Cela, por suposto, son unha axitación da mente e tamén do corpo que poucos pintores son quen de acadar. 
Cando a principios do século XX un grupo de pintores foron calificados de fauvistas pola súa exaltación da cor e a disolución das formas en base a ese emprego cheo de expresividade das cores por riba da realidade a pintura asumiu parte dun potencial que tiña esquecido a favor desa realidade, que coartaba ao artista. Esa liberación abriu moitas ventás, entre elas a que o propio Matisse abriu en 1905 en Collioure. Con ela «o exterior e o interior fúndense na miña sensación», dixo o pintor, pai deste movemento. O mesmo podemos dicir de Barreiro ao ver as súas ventás abertas ante a Ría de Pontevedra, esa que cada amencer ve dende o seu estudo, dende unha atalia na que se asenta a súa patria, onde este home é feliz e iso se reflicte neses cadros que, como na ‘Ventá en Collioure’ de Matisse, fan co interior do seu estudo se achegue ao exterior, a unha natureza coroada pola Illa de Ons nunha danza cun interior cheo tamén de naturezas, de músicas reflectidas en guitarras, acordeóns, pianos ou nun gramófono; en xarróns con flores, recollidas no xardín arredor do seu estudo; de froitas que compoñen espléndidos bodegóns. ‘O meu lugar preferido’, ‘A luz é vida’, ‘A illa de Ons dende o estudo de Cela’, ‘Atardecer en Cela’, son títulos de cadros que se van sucedendo para amosar o lugar onde pinta Barreiro é onde sabe que é feliz. Qué grande é o home que entende que con cousas sinxelas pode ser feliz! Pero esas ventás tamén se poden abrir a Compostela, a Vigo ou a Pontevedra. Qué fermosos os seus achegamentos ao ‘skyline’ da cidade do Lérez. Sempre dende A Caeira, miradoiro privilexiado para, de ponte a ponte, converter a cidade nunha paisaxe na que se sinta a vida e que se completa con esa dobre face das súas obras, un bodegón en primeiro plano invitándonos a sumarnos ao festín da pintura. A ese banquete do que gozar. 
A ampla selección da pintura complétase cunha sorpresa, como son as esculturas feitas por Barreiro. Auténticas reflexións sobre a forma, a cor e o movemento que recordan a pezas de Alexander Calder, aínda que moito máis consistentes, e con vocación de formar parte de espazos urbanos e que, seguindo coa aproximación a Matisse, podería ser un experimento como os daqueles ‘papeis cortados’ empregados polo francés cando a saúde lle impedía afrontar traballos máis intensos. O certo é que esas pezas son unha achega máis a toda esta festa, unha sorte de ‘Joie de vivre’ como a enunciada por Emile Zola, e que se respira dentro dunhas salas que, coa presenza desas esculturas, aumenta esa sensación e enriquece as posibilidades argumentais e visuais da propia exposición, medrando o atractivo da montaxe feita baixo o comisariado de Tino Lores
Canta boa pintura se respira neste comezo de ano no Museo de Pontevedra! (así si Museo de Pontevedra). Coa exposición de Álex Vázquez ao seu carón, a pintura berra como xeito de expresión ancestral renovado cada vez cun pintor se enfronta a ela ou a súa propia tradición. A José María Barreiro non lle treme o pulso para amosar, dende a tradición, o seu propio camiño, para encher de ventás o noso vencello coa arte facendo que nos asomemos a elas na procura da felicidade. Abofé que Barreiro o acada con cada peza, ventás cara o interior ou cara o exterior, acubilladas na forza da cor e na captación de sensacións dun pintor feito para sentir a vida, para gozar dela e para plasmala nunha superficie convertida xa en eternidade.


Publicado no Diario de Pontevedra 14/02/2015

xoves, 12 de febreiro de 2015

Océano Lugrís. Automático Pintos

Rue Saint-Antoine nº 170
POESÍA. Ya sea como Wladimir Dragossan o ahora como Ladislav Von Teufel, Rafael Pintos sigue creciendo como poeta, abarcando nuevas dimensiones y sumergiéndose en otros oceános. Pocos son más sugerentes e inspiradores que el mar propuesto por Urbano Lugrís. Con él como disculpa, Rafael Pintos nos invoca ante su mejor poemario.

'Templo sumergido' (1946) de Urbano Lugrís

Un tránsito por las «comarcas sumergidas», es como podemos adentrarnos en este poemario firmado por Rafael Pintos, aunque con heterónimo, otro más a apuntar a una lista que, como hiciera Fernando Pessoa, deja para la posterioridad una serie de nombres de rotunda sonoridad e inolvidables ya en el recuerdo de las diferentes vidas de nuestro escritor.
Firmado como Ladislav Von Teufel nos llega el último hatillo de poemas de alguien que se encuentra cómodo en esa arte métrica. Lector voraz, por este poemario se despliega todo un imaginario de lecturas, catalizadores de evocaciones y de fragmentos evanescentes que dejan de serlo en su conjunción y que, por su propio peso, reposan en el fondo del mar. Y es que ese mar, el gran mar universal de la cultura, con sus procelosas olas de palabras y pinceladas es en el que Rafael Pintos ejerce de Poseidón, de demiurgo de un espacio fantástico, azaroso y surreal.
Vamos deshojando cada uno de esos poemas al tiempo que nos vamos sumergiendo en un mundo onírico, en un tiempo diferente al de la superficie. Poco a poco el autor nos va ganando, y aquello que podría parecer un delirio para nada lo es y en esa fina línea es cuando aparece la poesía eterna, la que se descuelga de unos títulos sorprendentes y provocadores para luego suavizarse en cada verso. «Las cadenas del tiempo/engarzan todas las cosas; aquí revientan las naves/con la presión de un puño, derramen de velas, y el quebranto/de esperas sobre la noche, acoso de versos indefinidos/bajo la piel del silencio». Y así es como se celebra ‘El cumpleaños del arenque’, que es el título de ese inmenso poema, tan frágil como consistente, tan delicado como atemporal. Un contraste entre el que se sujeta gran parte de este poemario que, a los que hemos leído muchas de las poesías escritas por Rafael Pintos o por Wladimir Dragossan, nos parece, sin ninguna duda, el mejor, el más completo, el que se mueve mejor por la metáfora, por la evocación y por la consistencia, que al fin y al cabo, es lo que le concede firmeza a una obra de este tipo.
Portada del poemario de Rafael Pintos
«He escrito este libro de forma automática, los versos me salían de un lugar que ni yo sé», titulaba mi compañera Sara Vila una entrevista realizada al autor con motivo de la presentación de este poemario, ‘Cartas de un submarinista’, hace unas semanas en Pontevedra. Escritura automática derramada como aquellos surrealistas comandados por André Bretón, el mismo Bretón abogaba por este tipo de escritura para «asaltar las minas del inconsciente» y así desafiar a lo establecido, a aquello que pueda llegar a aburrir y este libro, precisamente, es todo lo contrario, es un canto a la vida, a la fascinación por sentir, por experimentar, por gozar. En él se reúnen, como convocados para una bacanal, invitados como la ironía, el erotismo, el sarcasmo, la aventura o el subconsciente, aunque la lista sería casi interminable, pudiéndose resumir en vida, pura vida. ¿Y dónde hay más vida que en el mar? Inicialmente de él procedemos todos como germen de la evolución y a él volvemos una y otra vez como descompresión de la realidad, como iconografía ancestral de nuestra cultura, como magma poético y a él vuelve Rafael Pintos como inspiración para alentar esos automatismos literarios. El mar es la infancia, pero el mar también es el vaivén de la literatura con Verne tocado como capitán, pero hay otro mar en el que Rafael Pintos se ha quedado varado desde muchos años y es un mar pictórico, un mar fantástico e inimitable como fue el ideado y posteriormente pintado por Urbano Lugrís.
A él debe el poeta esa red que sostiene todo el libro, esa imagen que, derivada de los cuadros del pintor, se nos aparece como un fantasma en muchos de los poemas. Como en este final del hermosísimo ‘Selvas de sal’: «...mundo constante de esporas y lazos,/hogar del sargazo, tiempo de medusas/canto de sirenas, imperio de arena y ondas celestes». ¡Qué maravilla! el arte generando un nuevo arte. Una mezcla de disciplinas que se engrandecen entre sí en un fecundo trasvase de posibilidades.
 «Ese onirismo submarino me cautivó», afirmó Rafael Pintos en esa entrevista. Cierto es que pocos entes sensibles pueden escapar del universo Lugrís, capaz de evocar mundos tan atractivos que quien ve uno de sus cuadros no puede apartar la mirada. Una pintura iniciada desde el cielo para acabar sumergida en una soledad casi metafísica, una infinidad de detalles que nos convocan ante el altar mágico de la pintura. Caracolas ululando, restos de embarcaciones, templos sumergidos, medusas, sirenas, leyendas, bodegones fantásticos, arquitecturas... un mundo sinfín en el que el poeta embarranca su embarcación como Ulises en Ítaca para dejarse envolver por esas sensaciones, por una percepción que servirá de sutrato para su narración. Para componer su propio océano en el que hacer navegar su imaginación a través de unos versos que también esconden mucho de lo que sucede en la superficie, en este mundo tantas veces más inhóspito para el propio ser humano que lo habita que el fondo del mar.
Ahora estos versos son ya botella en el mar y comenzarán a colonizar territorios y mentes y así es como la editorial Seleer ha visto en ellos un material interesante para su publicación y tras Galicia será distribuido en el resto de España y cruzará otro océano para llegar a Latinoamérica. Velas hinchadas por lo tanto para Rafael Pintos o Ladislav Von Teufel, qué más da, ambos son poesía, son espíritu y por lo tanto lo que vale es lo escrito sobre el océano Lugrís.




Publicado en Diario de Pontevedra 9/02/2015

martes, 10 de febreiro de 2015

Un crimen sorprendente


Bow, un barrio londinense de  finales del siglo XIX. Una espesa bruma, una casa de huéspedes y una habitación cerrada por completo. En su interior se comete un crimen. ¿Cómo se ha podido acceder a una habitación aparentemente cerrada a cal y canto?
Esa pregunta es la que se mantiene vigente página tras página de esta novela que Ardicia (una vez más hay que aplaudir lo milagroso de esta editorial con sus publicaciones de escritores poco conocidos pero que dejan en nuestras manos unos textos fantásticos y con una edición más que cuidada y atractiva). Lo había dejado en Ardicia y como esta novela nos lleva a sumergirnos en aquella Inglaterra victoriana, en las calles de un Londres repleto de ecos dickensianos y con el efecto que todavía en el lector de hoy se mantiene vivo de los actos de Jack el Destripador (esta novela se publicó en 1892, mientras los sucesos de Whitechapel tuvieron lugar tan solo cuatro años antes). Esa atmósfera, en la que cualquier relato de asesinatos e investigaciones está abocada al éxito, es la que nos pone en las manos este libro en el que el lector disfruta de los acontecimientos y de cómo éstos se van sucediendo para intentar explicar un suceso que nos parece inexplicable.
Su autor, Israel Zangwill, nacido en Londres y miembro de una familia judía de inmigrantes rusos, consiguió con sus obras grandes éxitos de lectores. Sus obras fueron muy populares en ese Londres de finales del siglo XIX, pero quizás sea esta novela ‘El gran misterio de Bow’, muy valorada por Jorge Luis Borges que dijo de ella: «Una de las soluciones más brillantes al juego del cuento policial», la que aporte una mayor lucidez a este tipo de novelas por plantear ese suceso en un ambiente aparentemente imposible y con un rasgo importante, como es el naturalismo y la aproximación a la vida cotidiana de los personajes y de la ciudad, lo que le otorga una mayor verosimilitud al relato, distanciándose en esa alineación con lo real del gran maestro Edgard Allan Poe, al que alude el propio autor a lo largo del relato.
Y es que ese relato juega también con los propios antecedentes de estas novelas de misterio, no rehúye el citar al propio Poe así como el dejar constancia de otras actividades como la del periodista, el político... u otras disquisiciones más secundarias sobre las amas de casa, los poetas, los sindicalistas, la belleza. Se compone así un fresco humanizado a base de pizcas de un humor lleno de sarcasmo, que se mueve en el londinense barrio de Bow, que acaba siendo un personaje más por cómo se mueven en él los actores principales hasta esa parte final, absolutamente magistral, y sin duda lo mejor del libro, en el que se desarrolla el juicio y posteriormente se produce el esclarecimiento de los hechos, una convulsión del relato repleto de giros inesperados pero lógicos. En definitiva, un hallazgo más en el vasto océano de lo literario. ¡Bien por Ardicia!




Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 8/02/2014

sábado, 7 de febreiro de 2015

Natureza en liberdade




Pintura, pura pintura, é o que nos atopamos ao entrar na exposición que Álex Vázquez amosa no Museo de Pontevedra. Unha exaltación da pincelada como xeito de expresión do home, unha pincelada que sustenta cada unha das obras como parte dun discurso que encerra toda unha vida adicada a pintar. É o resumo de miles e miles de horas no estudo, de ensaios fronte a unha natureza á que render devoción como gran motivo pictórico e que emerxe nesta exposición como a gran protagonista, a única protagonista. 

Non deixen de visitar esta mostra. Deixense levar pola forza desa pincelada que, a pouco que se fixen nela, vailles a balizar todo un camiño que comezou en 1970. É o primeiro Álex Vázquez, o que procuraba un vieiro no mundo da arte a través de diferentes paisaxes urbanas, nas que xa se adiviña o dominio do debuxo que todo pintor debe manexar como andamio da súa pintura, vaia esta por onde vaia. Irán esas pezas medrando en pretensións, desdibuxando o debuxado para procurar na cor e na mancha unha nova etapa. Chegamos aos famosos balcóns de Álex Vázquez, miradoiros cara a realidade que se conxela na descuberta da cor como xeito de expresión. Todo un éxito, tamén no comercial. Pero Álex Vázquez quería máis, había que seguir crecendo e eses balcóns limitaban moito todo o que o pintor podía chegar a dicir, e entón chega a NATUREZA, así, con maiúsculas, que é como os pintores deben falar sempre do seu primixenio motivo, dun berce do que moitos fuxen pero ao que, nun momento ou noutro volven na procura do acubillo necesario para a reivención persoal, tan necesaria na carreira do pintor. E esa natureza esboura nos cadros de Álex Vázquez, primeiro dun xeito tímido, é o achegamento, a análise, a pescuda de posibilidades. A relación medra, e Álex Vázquez comeza a soltar o pincel, a confianza aumenta e a pincelada fúndese nese percorrido que chega ata hoxe. 
Dende unha gran paisaxe ata unha sinxela flor a mirada do pintor vaise a pousar para converter ambas dimensións nunha soa, a da eternidade. Nubes, árbores, corredoiras, viñas, ceos, follas, ríos, fontes... todo nun só latexo, nunha forte pulsión que fai destas paisaxes unha introspección da realidade convertida noutra realidade, a do pintor. Cada vez máis todo vólvese unha soa mancha. Esas vibracións, das que o mesmo autor fala nalgúns títulos, son a antesala do gran estrondo final. Un conxunto de pezas feitas no ano 2014, fai uns días, que abraian pola súa contundencia, pola procura dunha sinceridade que semella afastarse da pincelada anterior ou dunha cor quizáis máis lucida, máis agarimosa para o espectador, pero que nada ten que ver con esta nova andaina, onde todo se converte nunha exaltación poética da liberdade da natureza. Busquen esas pezas do ano pasado e sentirán, como fixeron os románticos e como Turner foi quen de acadar, a natureza estoupando e xerando unha serie de forzas que disolven o ceo e a terra, xuntos na construción dese abismo que nos atrae fascinados fronte a el, colocándonos na posición dun ser desprotexido ante un potencial inmenso que leva sempre consigo ese senso sublime da natureza dentro do cadro. Músicos e pintores do Romanticismo loitaron por aplacar eses demos aos que agora parece querer enfrontarse Álex Vázquez, todo un desafío a estas alturas da vida, pero quizáis sexa o máis fermoso, o de conducirse pola escuridade, o de sentir que hai un misterio que nos chama para quen sabe qué. 
Nese camiñar na pintura e na vida de Álex Vázquez hai unha persoa especial, unha filla sempre o é, pero cando ela segue a vocación do seu pai, xorde un fío especial, a maior parte das veces invisible, tecido portas adentro, fiado de segredos, confianzas, medos e dúbidas... pero as veces ese fío convértese nunha corda ben forte, e así acontece nesta mostra na que en canto entramos sentimos algo especial. En primeiro lugar polo ben disposto das pezas, por unha montaxe que engrandece á mostra pero que ao tempo faite lembrar outras exposicións que descoidan este aspecto, saíndo claramente perxudicadas; e en segundo lugar por ver que a comisaria da exposición, a responsable desa montaxe marabillosa é esa filla pintora, Amelia Vázquez Palacios. 
Acariñando o ceo é o título da exposición. Unha caricia que se vai convertendo en rabuñada. O bico do ceo coa terra faise paixón a medida que pasan os anos e a pintura procura o seu propio lugar, ese que só otorga a idade, a confianza e a conquista da liberdade, unha bandeira sen a que a pintura é menos pintura. E aquí, como dicíamos ao principio, todo é pintura. Un xeito de percorrer Galicia como inagotable inspiración, dende a máxica e literaria terra de Wenceslao Fernández Flórez ata ese pazo no que un camelio en flor convértese nunha patria, pero sobre todo, nun motivo para pintar, para sentir a pintura mergullada na natureza. Unha natureza en liberdade.





Publicado en Diario de Pontevedra 7/02/2014
Fotografia. A forza do mar (Miguel Vidal)

mércores, 4 de febreiro de 2015

Fugas familiares



Pocos viajes hay más complejos para el ser humano que el que realiza hacia el interior de uno mismo. Ese itinerario se convierte en una mezcla de alegrías y tristezas, de melancolías y realidades que convergen en un proceso de excarcelación de demonios, pero también de caricias y afectos a aquello que nos hizo felices en algún momento. Carlos Pardo nos propone, a través de este libro sorprendente, sobre todo para quienes no conocíamos su escritura, uno de esos cruceros íntimos y por lo tanto sinceros a lo que puede ser su propio itinerario vital (uno siempre intenta ver la proximidad entre el autor y el relato). El protagonista está cerca de cumplir los cuarenta años, como este autor que se adentra por un complejo bosque lleno de peligros que acechan a la consolidación de la persona, formando parte de un proceso de aprendizaje que no siempre es fácil.
La familia emerge, entonces, como gran aglutinante de todo ese territorio experimental. Las relaciones entre cinco hermanos, el divorcio de los padres, sus enfermedades... en definitiva, un paisaje que muda, y sus protagonistas con él, transformando percepciones e identidades, en definitiva, renovando nuevos tiempos en lo que son las etapas por las que la vida, caprichosa ella (por no calificarla de otra manera), nos obliga a pasar, en muchos casos como peaje por ese milagro en que tantas veces se convierte nuestra existencia.
Y en medio del relato, como una gran brecha metafórica, se abre otro texto breve que narra un episodio histórico, como fue la marcha a la localidad de Lübeck de Johann Sebastian Bach para suceder a otro gran organista, aunque completamente sepultado por Bach, como fue Buxtehude, un viaje que nos evade durante unas páginas de lo que nos estaba envolviendo con anterioridad, el tránsito de una familia por su propia identidad. Por aquello que sus miembros han ido conformando con aciertos y errores, con unas decisiones que los han puesto en muchas ocasiones en el borde del precipicio y el cual hay que superar de la manera menos dolosa posible.
Carlos Pardo emplea toda una serie de fugas que, como el aire que expulsa cada uno de los tubos de un antiguo órgano, emite una sonoridad diferente, una válvula de escape a todo lo que se está cociendo en un interior que los años han ido cocinando a fuego lento y del que solo los libros, la música, los amores... permiten evadirse de aquello que se está convirtiendo en drama. Una disolución de la tristeza en el siempre efectivo bálsamo del humor que permite al autor, con este relato, enfrentarse a aquello que no es nada fácil llevar a cabo. Su lenguaje fresco y dinámico, sin pretensiones sofisticadas, incide en esa sensación de humanidad que pende de cada una de estas líneas convertidas en fugas de una vida condensada en el clan familiar.



Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 1/02/2014