Un
padre envía cartas a su hija que se encuentra estudiando y creciendo en
otra ciudad diferente a la suya. Esta sería una historia de lo más común, una
temática trivial y casi absurda para cualquier libro. Pero descorrer los
nombres de remitente y destinatario hace que esa perspectiva mude por completo.
El padre se llama Francis Scott Fitzgerald, ella, su hija, Scottie Fitzgerald,
y entre ambos, una sombra que permanece flotando constantemente. Un manto gris
que nos habla de una fuerte presencia a la que ambos se encontrarán
indefectiblemente unidos, Zelda Sayre, la mítica esposa del escritor y madre de
su única hija. Ella físicamente se encontraba ingresaba en un psiquiátrico,
mientras Scott Fitgerald estaba en Hollywood, buscando, con sus guiones, ir
minando las grandes deudas que soportaba en los años treinta; y su hija,
Scottie, estudiaba y hacía sus pinitos en el mundo de las letras.
Con
este volumen, en forma de hatillo de cartas, se abre no solo la escritura de
uno de los grandes genios de la literatura del siglo XX, sino también el alma
de un hombre en ocasiones atormentado y en otras radiante por su talento. Este
itinerario por su personalidad nos presenta a un padre obsesionado por el
dinero, por los ingresos y los medidos envíos, hasta el último centavo, para
los gastos de su hija; pero también con una obsesión muy presente, como era el
estado de su esposa Zelda, ingresada en un sanatorio psiquiátrico, a lo que habría
que unirle la que comenzaba a ser la fragilidad de su narrativa muy alejada de
los espléndidos años veinte. Él mismo era consciente de ese declive narrativo y
postrado en Hollywood, con una salud que se comenzaba a derrumbar, aceptaba
trabajos escribiendo guiones que no estaban a su altura, pero que le reportaban
los ingresos necesarios para afrontar deudas y poder hacer que su familia
siguiese adelante.
Estas
cartas, escritas entre 1933 y 1940, pueden leerse de manera continuada, o
lentamente, espaciándolas entre otras lecturas, un ejercicio que se dilata en
el tiempo pero que engrandece cada una de esas misivas convirtiéndolas en
pequeñas joyas de las que siempre se extrae algo positivo para aplicar a la
literatura la visión de un genio sin igual: «A menudo pienso que la escritura
consiste simplemente en ir deshojándote para quedarte más fino, más desnudo,
más magro», «O la poesía arde como un fuego dentro de ti (como la música para
el músico o el marxismo para el comunista), o no es nada, un tedio vacío,
formalista, alrededor del cual los pedantes sueltan sus interminables peroratas
y explicaciones». Cada vez más acosado por el fin de sus días y la destrucción
de aquel mundo de fiestas y champán y ante el futuro de esa hija, le decía: «Te
volverán a entrevistar y debo pedirte una vez más que no les digas ni una
palabra de mí o de tu madre». Los años veinte se apagaban y en estas cartas se
percibe la oscuridad.
Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 22/02/2015
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