...
de este agujero inesperado,/de este abandono tuyo tan frío y distante,/de este
dolor que me encierra con llave el alma,/de este vacío irreparable donde ya no
cabe nadie./Pero no, no voy a decirte lo que todo el mundo ya sabe./La única
manera de vaciarse de amor/es llenándose de silencio».
[Elvira
Sastre]
Decía
Buñuel que su día ideal sería uno
con dos horas de vida activa y el resto de sueños, siempre y cuando pudiera
recordarlos. Sabía el cineasta aragonés del magma que se contiene en los
sueños, de ese espacio incontrolable en el que imágenes, percepciones, deseos y
frustraciones se entremezclan quizás para dar rienda suelta a lo que en
realidad somos, a lo que en realidad ansiamos ser. Miguel Vidal, con su exposición Soños, inaugurada esta semana en el Museo de Pontevedra, pretende darle forma a esos sueños,
materializarlos a través de ese «arma», como afirmaba Susan Sontag, que es la cámara para captar su experiencia a través
de la reconstrucción de una serie de escenarios que aparecerán poblados de unos
personajes que le conceden vida a lo soñado. Pese a ser tres espacios
diferentes, tres ambientes con singulares connotaciones, los personajes que los
habitan se limitan todos ellos a moverse en una misma dirección, la que los
convierte en seres con un pie entre lo real y lo irreal, entre lo sugerido y lo
deseado, en la evocación de un universo onírico que conmueve, en gran medida,
por su poderío plástico, por la capacidad de Miguel Vidal para potenciar esos
sueños en una dimensión que abruma al espectador, realzándose por la calidad
técnica y el acabado de las piezas a lo largo de todo el trabajo.
Si
pasan unos minutos entre todas esas imágenes otro ingrediente que les impactará
en ese tránsito de lo onírico a lo fotográfico será el silencio, la manera que
tiene Miguel Vidal de parar los relojes, de clausurar el tiempo dentro del
territorio de la imagen. Un silencio que te envuelve, que te obliga a
meterte en esas fotografías, a preguntarte por todos esos seres que semejan
animales heridos por la vida y sus derivas, sus soledades y sus encuentros en
un encierro que se pretende como burbuja ante la realidad. Tanto en esa
habitación (Room 111), como en la
propia naturaleza bajo unos plásticos (Meeting
point) o en una granja abandonada (The
farm) esa sensación de soledad contenida en el silencio permite
enfrentarnos también a nosotros mismos y a nuestras propias consecuencias como
seres humanos.
Siempre
me ha interesado del arte cómo diferentes manifestaciones creativas se van
hibridando entre sí en base a curiosos azares, en un proceso que, aunque lo
busquemos, las más de las veces se escapa de nuestro control. Hace unos meses,
cuando manejaba todas estas imágenes que conforman la exposición para trabajar
en el texto que, como comisario de la exposición se incluye en el catálogo,
junto a otro de nuestra querida Susana
Fortes, cayó en mis manos de manera casual un pequeño pero enorme poemario
firmado por Elvira Sastre, nombre
del que solo había tenido constancia por una referencia de otro poeta, Luis García Montero, al señalarla en
una entrevista hace un par de años como un nombre a seguir. Aquel nombre,
destacado en negrita, quedó en la contraportada de un periódico perdido en el
tiempo y en la frágil memoria. El poemario llegó cuando el texto del catálogo
llegaba a su fin, rescató aquel nombre del pozo de los sueños e hizo que
aquellos versos que uno leía reflejasen mucho de lo que es la exposición de un
creador tan alejado de la poeta, no solo en lo geográfico sino también en el
discurso formal, pero íntimamente unidos por ese argumentario de silencios y
ausencias, de heridas sin sutura, de pieles sin caricia, de soledades
reflejadas en el rastro de una huella en la moqueta. Aquellas poesías,
agrupadas bajo el título de La soledad
de un cuerpo acostumbrado a la herida (Editorial
Visor), eran las palabras perfectas para balizar todas aquellas imágenes.
Cada verso un espejo de las propias fotografías que, con una precisión
quirúrgica, sirve a Elvira Sastre para confirmar su presencia en el firmamento
poético desde el estremecimiento constante de cada línea, con la sensación de
que en esos versos habitamos todos nosotros y podemos explicarnos ante la
sometedora duda, esa misma que se pega a nuestra piel y que nos hiere desde la
ferocidad de los sentimientos, los propios y los ajenos, los que nos regalan y
los que damos, los que nos niegan y los que negamos.
Una
poesía pegada a la piel como pegada a la piel está la fotografía de Miguel
Vidal que hace de esos cuerpos humanos perfección en sus naturales imperfecciones.
Cuerpos en los que el photoshop ha sido desterrado y en el que sólo la
ingenuidad, la pureza, tiene algo que decir, una poética visual que nos aturde
hasta el punto de confundir nuestra mirada, haciendo que ésta se tambalee entre
la consciencia y la inconsciencia, entre lo que vemos y lo que no vemos, e
incluso ante lo que nos gustaría ver. Pieles que también buscan a la naturaleza
para sentirse parte de ese proceso orgánico, de ese fluir de aguas y lunas en
las que no dejamos de ser una especie más, un desamparo que necesita protección
para, en los momentos de confusión, retomar posiciones y, como escribe la poeta
en el atroz remate del libro: «Este dolor, lo único que tengo, es lo que me
recuerda que sigo viva». Lean la poesía de Elvira Sastre y aprovechen los
próximos dos meses para visitar la exposición de Miguel Vidal en un Museo de
Pontevedra que se adentra en un territorio ignoto, el de la fotografía de hoy,
o lo que es lo mismo, el retrato de una sociedad en la que está inmerso y que
suma un baluarte como éste para reafirmarse, haciéndolo, en esta ocasión, desde
los sueños, los sueños de Miguel Vidal.
Publicado en Diario de Pontevedra 18/02/2017
Fotografía. Miguel Vidal
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