Rue Saint-Antoine nº 170
Pintura.
Las paredes de la galería About Art se convierten, hasta el 24 de marzo, en un
archipiélago artístico. En una conjunción de islas que, desde el autorretrato,
o quizás lejos de él, reflexionan sobre el ser humano, como ser único, pero
también sobre su relación-apropiación con los demás, para generar así una
travesía pictórica llena de color.
El
retrato, género transversal a lo largo de la Historia del Arte toma
desde el trabajo de Mónica Ortuzar una nueva dimensión. Una introspección desde
lo propio hacia lo general, desde la fisonomía de la artista, hacia la
apropiación de lo colectivo. Pasar unos segundos en la exposición que se exhibe
en el espacio de la pontevedresa galería About Art, significa sentirse
expuestos a las miradas de un montón de gente, ya que aquí surge el primer
‘juego’ de la artista, la de hacernos creer que ese autorretrato que nace de su
propio contexto facial es siempre el mismo, pero no, siempre es diferente. El
pretexto o la excusa de lo propio es el contenedor para apropiarse de otros
retratos, para fagocitar partes de la anatomía de las personas con las que se
cruza Mónica Ortuzar para, al llegar al estudio o frente al soporte artístico,
componer esa isla que surge como desgajamiento de un continente, la
individualidad, el sujeto, frente al colectivo.
Decía
Deleuze que existen dos tipos de islas. Las continentales, fruto de
fragmentarse de un continente; y las oceánicas, originales, territorio virgen.
Siguiendo esa clasificación Mónica Ortuzar hace de este archipiélago un hecho
continental, al componer cada una de sus islas-rostros, con rasgos de
diferentes personas. Allí, ante ellos, sintiendo ese acoso de las miradas,
somos como náufragos en la deriva que nos proporciona el enfrentarnos a todas
esas obras que surgen de un proyecto, tan personal como rico en posibilidades.
Mónica Ortuzar, profesora de escultura en la Facultad de Bellas Artes
de Pontevedra, su ámbito más reconocido de trabajo, por lo menos hace unos
años, ha ido progresivamente haciendo de la pintura su alimento artístico. A
través de esta regeneración visual del género del retrato, ha encontrado eso
que todo creador necesita, la pasión para enfrentarse a su propia pasión y así
es como todo este muestrario de rostros no hace más que brotar de la
interiorización del contexto en el que se mueve la artista haciendo del paisaje
humano motivo e inspiración.
Esta
hibridación da como resultado una diversidad, aunque se juegue en primera
instancia con lo contrario, una especie de montaje freudiano que se tensa desde
lo surreal o lo expresionista desembocando en retrato. Es decir, del
autorretrato se deriva en el retrato, el artista se apropia del entorno y su
mirada se ve sustituida por la mirada del otro. Desde el dibujo, el óleo, la
acuarela o el guache la navegación insular avanza el reconocimiento de ese otro
a través del yo, del ejercicio constante y disciplinado en el estudio, de horas
ante un soporte que cada vez más tiende al diván, al conductismo psicológico.
Dejamos así fuera cuestiones relativas al alma o a la conciencia, para
centrarnos en lo orgánico y su interacción con el entorno. Y en esa adaptación,
en esa mímesis, es en la que triunfa la artista con todas estas islas humanas
que nos escrutan desde que accedemos al espacio de la exposición. Una distancia
que lentamente se va diluyendo, cómplices de su propuesta al intuir que en cada
uno de esos retratos hay algo de nosotros mismos.
La
otra dimensión que nos ofrecen estas islas es la que otorga el color, una
exuberancia que incide en esa situación que se plantea a lo largo de la
exposición de la propia pintura como eje temático, como reconsideración sobre
su ejercicio y desarrollo. Retrato, línea, color son ingredientes esenciales en
cualquier discurso pictórico y aquí se evidencia con una suerte de carácter de
tesis, o por lo menos de punto de discusión para calibrar nuevas posibilidades.
Los fondos monocromos, más habituales al principio de las series, se comienzan
a ver fracturados por bandas de colores y por formas aparentemente orgánicas
que eluden la existencia de sombras, que mutilan la realidad que
permanentemente está en discusión en cada obra. El volumen se consigue por
contraste de colores, por choques de tintas que, como las olas llegando a la
costa, van generando perfiles, oradando geografías, erigiéndose así el color
como parte de ese proceso natural que no atiende a esa otra parte de la pintura
que Mónica Ortuzar también pone en evidencia, como es la pretendida y en muchos
casos pretenciosa búsqueda de la belleza. Nunca ha estado más cerca la artista
de lo real que al trabajar desde esa posibilidad, la de negar el artificio, la
de no buscar la pose, la de componer cada rostro y esculpir cada isla como la
propia naturaleza ha dispuesto.
El
espejo resume a Mónica Ortuzar y ésta, a su vez, nos integra a en ese espejo
para ir componiendo esos archipiélagos de islas varias. Más o menos numerosos,
en el interior de una obra, o relacionando varias piezas, como uno de aquellos
procesos naturales enunciados por Deleuze. Los archipiélagos de Mónica Ortúzar
son una magnífica oportunidad para reflexionar sobre nosotros mismos, para
hacerlo a través de la pintura como agente cómplice con una sociedad de
individualidades cada vez más heterodoxa, cada vez más plural, aunque haya
quien guste de eliminar esa síntesis, de buscar una pureza tan indeseable como
que un mar estuviese salpicado de islas exactamente iguales, con el mismo mar,
la misma vegetación, las mismas rocas, el mismo color...¡qué aburrimiento, qué
vulgaridad!
Publicado en Diario de Pontevedra 6/02/2017
Fotografías: David Freire
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