▶ ...pero aún nos quedan los bares,/esos
sitios/oscuros/que se encienden/cuando se apaga todo lo demás,/esos rincones
con alma,/con auténtico calor,/quien sabe/si ya el último refugio/desde el que
abrir fuego otra vez».
[Fragmento
del poema ‘Los bares’ Karmelo C. Iribarren]
Tiene la poesía la capacidad de barnizar
la realidad con capas que la afirman de otra manera a como nos relacionamos con
ella de manera permanente. Interpretaciones y palabras que nos ponen ante una
mirada distinta, pero también distante, frente al hábito del manejo de las
situaciones, el contacto con los objetos, o la vinculación con nuestros
hábitats diarios. Esbozos de nuestra cotidianeidad que, por ser tal, perecen en
la consideración que deberíamos tener con ellos por lo importante que son para
nuestra felicidad. Sí, digo felicidad, sin rubor alguno, porque cuanto más
camina uno por aquí, más valora lo importante de las cosas pequeñas, o por lo
menos, aparentemente pequeñas. Un sitio agradable en el que vivir, un buen
libro, un café, un espejo que no te mienta, un paraguas fiel, una ventana desde
la que ver pasar la vida... ingredientes de una escala de valores que uno mismo
debe articular, pero en la que casi siempre este tipo de aspectos suelen perecer
bajo la desbocada necesidad de éxito-del tipo que ustedes quieran-, desde el
poder económico al sinfín de posesiones y demás vanidades al peso.
Vuelvo a la poesía porque ésta es capaz
de redimensionar esa escala y de hacer elegía y hasta épica de todo aquello que
nos parece banal e innecesario para nuestra existencia, pero que, una vez
leídos ciertos poemas, recuperan ese valor que todo elemento de nuestras vidas
debería tener, ya solo por el simple hecho de que su existencia es la
confirmación de la nuestra, de la pervivencia en este mundo tan lleno de
miserias pero irreductiblemente hermoso.
En el prólogo del libro Pequeños incidentes de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959), escrito por Luis García Montero (lo que nos pone ya
las orejas en punta), se balizan así sus intenciones: «Es la rutina de la vida,
nada más, pero también nada menos». Y es que el autor vasco rehace esa rutina
para convertirla en acontecimiento, fijándola en el verso, construyéndola desde
la nueva rutina que surge de la introspección del poeta y así es como espejos,
paraguas, taxis, monedas, cafés, periódicos o zapatos comparten protagonismo
con la ciudad, con aceras, parques, plazas, bares y escenarios por los que nos
movemos de manera frecuente y, por consiguiente, despreciamos, ajenos a
lirismos literarios que ahora puestos ante nuestros ojos, engarzan la
emoción con la sorpresa por las nuevas escenas que provocan y en su interior,
nosotros. Es decir, sentimientos, miedos, anhelos, esperanzas, desesperanzas,
amores, felicidades, engaños, nostalgias...en definitiva, momentos.
Esa hibridación del objeto con el
exterior propicia una nueva geografía en la que entendernos mucho mejor y sobre
todo pensarnos de una manera mucho más intensa a lo que a buen seguro
deberíamos hacer. Apoyados en el territorio del verso, contenidos en su
vientre, deambulamos ante nuestras dudas inscritas en los espejos que nos
asaltan durante la vida, en los sueños que esquivamos como charcos, en los
bares «que se encienden cuando se apaga todo lo demás», en la soledad que «hay
antes y después de tu nombre», en el paraguas que se sacrifica por ti, en la
noche en la que «el mundo podría saltar en mil pedazos». Nos habitamos, por lo
tanto, desde la contingencia, desde ese límite entre la serenidad y el paso
siguiente que nos pone contra las cuerdas. Y ahí, justo en ese punto límite, es
en el que entra la poesía como bálsamo al tiempo que como microscopio desde el
que observar con calma, con la paciencia necesaria, como se mueven las horas,
como derivan los días como icebergs que se fracturan con el tiempo y nuestros
actos.
Esta antología poética, felizmente
editada por Visor, recoge poemas
entre 1995 y 2016. Poemas de ayer y de hoy pero que se mueven todos por un
mismo alambre, el de esa percepción de un instante que la vida parece
obligarnos a distraer pero que por obra de un poeta acaba instalada en una
cuartilla de papel, en un devenir de palabras sin excesivas pretensiones, en
apariencia por lo menos, para conformar unos poemas de piel sencilla, de tacto
suave, pero que con el discurrir de las palabras y el galope de las ideas la
suavidad se convierte en arpillera tejida desde el escepticismo, la ironía o el
fracaso, propiciando un diálogo con el lector que parece ocupar el asiento
contrario al del poema en uno de esos cafés desde los que tan bien se reconoce
la vida, asomándonos así a libro y ventana con una mirada doble. Un refugio
frente a la intemperie de esas ciudades que han perdido temperatura pero en las
que lo único que no se puede perder es la capacidad de mirar, acción que
explica este itinerario poético en el que en el momento más inesperado surge el
trauma, el cambio de tono, la moneda que cae al suelo en el abismo de la noche,
recordar sin sentirse culpable, romper el calendario, envidiar las lágrimas...
hilos de los que tirar para descubrir a un poeta de la honestidad, capaz de
algo tan difícil en este territorio como es el desterrar el artificio. Karmelo
C. Iribarren se descubre a partir de esta antología que, tras su detenida lectura,
no deja de ser una terapia ante la vida, un remanso al que un café y una música
de fondo convierten en un infinito ante el que ya solo se necesita una ventana
para ver pasar a otros seres, a otras vidas llenas de pequeños incidentes.
Publicado en Diario de Pontevedra 4/02/2017
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