Gran parte de las historias de las ciudades se escriben en torno a la mesa de un café. Espacio creado para detener la vida durante un instante, para hacer de un momento tiempo de convivencia o de reflexión. Pontevedra siempre se ha definido más por sus cafés que por cualquier otro aspecto de su sociedad y entre esos cafés el Savoy, abierto a la Praza da Ferrería, se erige como un símbolo que en breve tiempo superará un lastimoso estado de ruina para recuperar la eternidad.
El Café Savoy lucha por sobrevivir, por perpetuar una larga historia de presencias en torno a sus níveas mesas. Sombras tras unos cristales donde se reflejaban los edificios hechos de piedra en A Ferrería, los camelios con sus salpicaduras reventonas y el paso de miles de pontevedreses que a diario cruzan por ese entorno. Desde hace unos días, unas lonas han devuelto la ilusión a la ciudad anunciando que la próxima primavera, además de agradables olores y revitalizadores rayos de sol, traerá la recuperación de este histórico café a Pontevedra. Tras muchos meses en el quirófano de la burocracia y la crisis económica, el Café Savoy quiere recuperar los galones perdidos en la ciudad y lo hará con un proyecto del arquitecto Jesús Asier Fole, la implicación del empresario José Ángel Francisco Araújo y con el empuje que, desde la gestión urbanística que comanda Teresa Casal, se ha puesto en impulsar esta rehabilitación. Un plausible interés, porque, más allá de estar hablando de un negocio privado se trata de un edificio incluido en el Catálogo del Conjunto Histórico Artístico de Pontevedra, donde se encuentra un fragmento de la muralla medieval, de un rincón estéticamente esencial para entender A Ferrería, pero, sobre todo, de un lugar donde se encuentra un fragmento de la memoria colectiva de esta ciudad sin el cual muchas, demasiadas cosas no tendrían sentido.
Modernidad |Dice George Steiner que “Europa está hecha de cafés”, denotando la importancia de estos ambientes en la forja de la sociedad y cultura europeas. Y lo cierto es que el pensador francés en su imprescindible libro ‘Una idea de Europa’ acertaba con una de esas claves muchas veces despreciadas a la hora de analizar el desarrollo de una comunidad. Esta comprensión del café como lugar apropiado para las relaciones humanas se ha ido asentando a lo largo de los años. La labor de numerosos intelectuales que tantas veces han hecho del café su refugio, su taller artístico, el escritorio para forjar su obra literaria se han ido acompañando por la publicación de estudios sobre el papel del café como aglutinador de esa creatividad. Antoni Martí Monterde en su ‘Poética del café. Un espacio para la modernidad literaria europea’, realiza un recorrido por ese espacio urbano, por esos corazones literarios que con sus latidos insuflan vida a la urbe moderna. Quizás haya pasado ya la época de los grandes cafés, de esos espacios mitificados donde los artistas debatían sobre lo divino y lo humano. Nuesta época cada vez más nos encierra ante una pantalla, potenciando las relaciones virtuales y haciéndonos olvidar lo necesario que es para una sociedad mantener el contacto físico y visual entre sus componentes, y si por medio hay una taza de café humeante, miel sobre hojuelas.
Pontevedra ha sido siempre ciudad de cafés, de buenos cafés. Con una profusa vida cultural, las primeras décadas del siglo XX, cuando nace el concepto de modernidad, cuando la ciudad se construye a sí misma como capital, convierte a Pontevedra en una referencia en todo lo relacionado con la creación. Poderosos nombres como los de los hermanos Muruáis, con Valle-Inclán como destacado asistente a sus tertulias; Concepción Arenal habitual también de tan preciada actividad; o el cenáculo reunido en torno al Doctor Marescot, habían comenzado a generar a finales del siglo XIX una intensa actividad tertuliana.
‘Ya voy’ |La apertura de nuevos establecimientos como el Café Moderno, el Carrillo, el Méndez Núñez o el Petit-Bar, comenzaron a dispersar a los participantes en dichas citas. El esplendor de la Pontevedra de los años veinte y treinta, aquella ‘Pequeña Atenas’ como la definió Filgueira Valverde, tenía también gran parte de su consideración en esos locales refugio de poetas, novelistas, intelectuales, pintores, políticos... gentes de diferente pelaje que fueron forjando el futuro de la ciudad y su historia común. Los ilusionantes años de la República vieron nacer en un rincón de la Praza da Ferrería, por aquel entonces Plaza de la Constitución , ya entendida como el núcleo de la vida de la ciudad, un pequeño café que ocupaba una única planta al lado del estudio de otro de los grandes personajes de la época, Casto Sampedro Folgar, quien fallecería en 1937, apenas dos años después de su apertura. Nada consta sobre su licencia o características en los archivos municipales, comenzando su vida ‘burocrática’ en 1941, cuando su propietario, Aurelio Fontán Abilleira, solicita su ampliación mediante una segunda planta consistente en una terraza cubierta, proyecto que firma el arquitecto Emilio Quiroga Losada, curiosamente, habitual participante en las tertulias que se desarrollaban en el mismo. Llama la atención la denominación que se hace del documento oficial, ‘Ya voy’, en vez de ‘Savoy’, debido, seguramente, a una falta de comprensión del funcionario de una palabra poco habitual en esta ciudad, pese a que en otros lugares del mundo como Londres o Viena, existen locales con esa denominación. El local se ubicaba en el número 2 de la que ya en esos años era la plaza del Generalísimo Franco. Aurelio Fontán comenzó así a forjar su imperio de la restauración, ya que en 1946 abría el Carabela para, posteriormente poner en funcionamiento el Pasaje, el Victoria y el Lar, deshaciéndose de su propiedad que fue a parar a manos de Luis Bahamonde, cuyos familiares regentaron el local hasta su cierre en 2003.
Fue precisamente en esos años iniciales en los que el Savoy se hizo a sí mismo. Tras sus amplios ventanales, entre mesas de mármol, con su barra de madera y su suelo de mosaicos, se movían los pintores Laxeiro, Manuel Torres, Paisa, Virxilio Blanco, Pesqueira o Agustín Portela dibujando con sus palabras el nuevo arte que pretendía superar el tradicional folclorismo; los escritores Celso Emilio Ferreiro, Virgilio Novoa Gil o Antonio Almazán, juntaban letras para una nueva prosa, y agazapados, deseosos de escuchar y aprender, el que sería el relevo de todos ellos: Cuña Novás, Ángel Luis Sesto, Emilio Álvarez Negreira y Sabino Torres-quien recuerda a este “consulado cultural” en un artículo publicado en el número diez de la Revista de la Asociación de Vecinos San Roque-. Pero ese listado de clientes señeros llenaría por sí mismo todo este reportaje: Daniel de la Sota , Ricardo Hevia, Francisco Javier Sánchez Cantón, Filgueira Valverde, Iglesias Vilarelle, Blanco Porto, Aurora Vidal, Gonzalo Torrente Ballester ... son sólo algunos de esos nombres que fueron convirtiendo al Savoy en una cueva de intelectuales.
‘Paquito el del Savoy’ |Pero si algún nombre se perpetúa junto al del Café Savoy ese es el de Francisco Martínez, su irremplazable camarero, quien con catorce años entró de aprendiz en un local que llevaba aún poco tiempo abierto. Paquito, ‘Paquito el del Savoy’, como ya fue siempre conocido, se convirtió a lo largo de décadas y décadas de trabajo en el confidente de muchos de esos personajes, en el relator de las más variopintas historias que podían suceder tanto en los tiempos de la República , hasta la Guerra de Marruecos, comentarios que no hacían más que singularizar el paso de los clientes por el local hasta el punto de convertirse en un anecdotario andante del que da buena cuenta el periodista Rafael López Torre en la deliciosa semblanza que tras su muerte publicó en Diario de Pontevedra (27-02-2009), y del que conserva numerosas de esas anécdotas gracias a varias conversaciones con el simpar camarero y que a buen seguro verán la luz muy pronto, al igual que el propio local y al que ya Paquito no podrá regresar para dar la bienvenida a los clientes de aquellas formas tan originales como solía hacer.
Paquito también competía en terraza con el Carabela y, así, el duelo de casacas entre él y Eloy, bandejas plateadas en mano, galones en la casaca, deparaba los resultados más insospechados. Esa pequeña terraza elevada sobre un par de escalones, con sus sillas metálicas jugueteando con el empedrado, era el terreno de juego soñado por el vecino pontevedrés, primera en la ciudad y la que luego siguieron las del Carabela o el Blanco y negro presentaban al cliente ese ambiente ahora popularizado hasta la extenuación. Los jardines de don Casto Sampedro con la fuente que él mismo ayudó a conservar, el convento de San Francisco, los Soportales, el paseo de Antonio Odriozola (conocido antiguamente como del chocolate), el edificio modernista de Andrés Oscariz y Robledo, inteligentemente reformado de manera reciente por César Portela (hijo de aquel Agustín Portela que tantas horas pasó en el Savoy) y de Enrique Barreiro.
Rituales |Pero el Café Savoy, como cualquier otro café, tenía en el ciudadano, en el ser anónimo, en el cliente del día a día su fundamento como negocio. Parejas que subían a su parte alta a disfrutar su amor elevados sobre un idílico entorno, partidas de sobremesa, rápidas consumiciones de funcionarios, solitarios que veían pasar el tiempo a través de un cristal mientras se sostenía un café entre las manos, clientes que remataban de cubrir sus impresos para presentar en edificios oficiales; familias que, entre ‘Mirindas’ y vermús, acompañados por los inevitables manises y olivas, descansaban de un paseo dominical; largas horas de ancianos que mezclaban los recuerdos del ayer con la última historia del día, aficionados del fútbol o de los toros, que discutían sobre cómo se iba a dar la tarde tras retirar sus entradas en la taquilla que tradicionalmente se instalaba en una de sus mesas, la que se abría tras el ventanal que daba al Paseo de Antonio Odriozola.
Mientras, el campanario del Santuario de A Peregrina marcaba las horas de un tiempo que al entrar en el Café Savoy parecía suspenderse a la vez que se mezclaba con los olores procedentes de la pastelería de 'La Duquesita', templo del melindre; o cuando olía a otoño procedente del tren de castañas de Valentín. Así fue discurriendo una historia de memorias, de recuerdos, de tiempos que ya no volverán pero a los que Pontevedra no debería nunca renunciar.
Ahora se abre un nuevo tiempo, nuevas perspectivas de negocios que no sólo provocarán el destierro de los humos del tabaco, o las aceitunas, la hostelería demanda nuevas posiciones de mercado, ofrecer nuevas posibilidades al cliente y así parece que sucederá al conocer las primeras directrices que definen al nuevo establecimiento: vinoteca, dulces, chocolates, cócteles, helados o cafés italianos marcarán entre una decoración actual los nuevos tiempos del Café Savoy.
Desde esta primavera todo volverá a ser igual, los clientes volverán al Savoy a seguir haciendo vida, a seguir respirando una ciudad, ya lo decía Julio Camba: "¿Que a qué se va al café entonces? ¡Ah! es un secreto demasiado sutil para que pueda transmitirse por el medio grosero de la palabra. Sólo acierto a decir que, aunque muchos van al café para hablar de política o para jugar al dominó, los verdaderos hombres de café no van a eso ni a nada parecido. Van al café, y eso es todo. Van al café para estar en el café".
Publicado en Diario de Pontevedra 23/01/2011
Precioso trabajo. Paquito me contó grandes historias, presumía que le enseñó a Alfonso XIII a comer sardinas con las manos.
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