Encerrado en un libro/III
Si es difícil encerrar a un personaje en
el interior de un libro ese es Fernando
Pessoa. Uno que son cinco. Un ser singular que se hace heterónimo por
cuatro veces para sembrar la literatura, no solo portuguesa, sino mundial, de
una de las escrituras más brillantes y audaces que el siglo XX pudo imaginarse.
Precisamente cuando ese siglo estaba todavía en pañales, en unas décadas de
fulgor vital, se encontró Lisboa a
este personaje de sombrero y gafas pululando por sus calles y chiados hasta
imponerse a ella, hasta el punto, como ha escrito hace tan solo unas semanas Javier Rioyo, director del Instituto Cervantes en Lisboa, en El País, en toda una marca, un símbolo
ya no solo de la capital, sino de todo un país. «La marca Pessoa».
Se agitan los baúles para que de ellos
sigan saliendo papeles y papeles escritos por Fernando Pessoa. Se descubren sus
novelas negras, textos inclasificables e inclasificados sobre la genialidad y
la locura, pero todo se queda a una distancia abismal de su poesía, esa poesía
que un gris oficinista se sacudía en las noches de buhardilla con la ventana
abierta y una luna grande como un queso alumbrando el estuario del Tajo. Un horizonte que se violentaba
para hacerlo texto, que se humanizaba para hacerlo mensaje, pero sobre todo,
que se escribía para que ese hombre pudiese seguir respirando ante un mundo que
se movía ante él a una velocidad que desde su escritorio, de 9 a 14 horas, se
ralentizaba para volverse a agitar en esas noches lisboetas entre el silencio
del desván y el traqueteo de los tranvías.
Y es, en ese tránsito noctívago, en el
que el poeta, como un alien futurista, hace brotar de su interior a esos otros poetas, a esas otras miradas que se disgregan por el mapa de Lisboa
para escudriñar lo más profundo de la urbe, de su paisaje y del hombre que la
habita, o lo que es lo mismo, de un tiempo en el que todos ellos aportaban los
diferentes lados del prisma necesario para componer una misma esencia, una
conjunción vanguardista que disociaba un alma humana pero modelaba a un genio
entre el delirio y el misterio.
Uno de esos lados prismáticos, uno de
esos heterónimos, lleva por nombre el de Álvaro
de Campos, y junto a Ricardo Reis,
Alberto Caeiro o el Bernardo Soares del ‘Libro del desasosiego’, son esas cuatro
voces que surgen de una misma mente en el registro de una multiplicidad de
visiones abrumadora en aquel instante, pero que, ahora, vista un siglo después,
no deja de maravillarnos. Pues si ustedes quieren maravillarse ha sido la
editorial Visor la que viene de
recoger en un único volumen, y en una edición bilingüe toda la producción
poética de este heterónimo. El ‘Libro de
versos de Álvaro de Campos’, traducido en una labor homérica a cargo de Manuel Moya, es ese gran buque que,
como el que llevó a Pessoa de Durban
a Lisboa, se convierte en un inmenso navegador por una obra abismal, precisando,
abisal, por lo que tiene de inmersión en las profundidades de un ser humano
desvencijado por el frenesí del nuevo siglo, y la obligada mirada a ese nuevo
tiempo al que el hombre intentaba coger el paso a base de desafíos, conquistas
y algún verso que otro. De verso en verso, prolongado y ancho como el Atlántico, Álvaro de Campos recorre
‘las lámparas eléctricas, los engranajes y los mecanismos furiosos, los ruidos
modernos, el rodar férreo y cosmopolita, las cafeterías, las pérdidas de tiempo
en bares y en hoteles, la maravillosa belleza de la corrupción política’... y
las líneas se suceden en vertiginosa torrentera que no deja de arrastrarte, de
envolverte con una corriente en la que el lector es incapaz de hacer pie, de
sostenerse sobre sus propias piernas. Lisboa
revisited, Tabaqueria, sus Odas, sus noches y no sé cuantas cosas
más. Cuentas de un rosario que uno no deja de sobar para seguir esas cuentas
incontables, esa métrica estallada en mil pedazos. Fragmentos del desasosiego,
ramalazos de la angustia impaciente por brotar y ser palabra. No hay respiro,
más de mil páginas desconsoladas que, entre rayos de sol y brumas, desembocan
en ese océano de palabras, porque al fin y al cabo Pessoa/Campos se refunden
como ser único desde el uso de la palabra como un estilete que penetra en la
coraza de una sociedad cada vez más amenazadora para un ser humano abrumado por
los acontecimientos, por toda esa velocidad futurista que, como a tantos
jóvenes en los albores del siglo XX, cautivó.
Esa fascinación ahora reposa en la obra
de Fernando Pessoa, cada vez más conocida y explorada, cada vez más leída y
analizada como un tratado entomológico del insectario humano que se revisa y
que inevitablemente inspira a otros, como lo ha hecho con Vicente Valero en uno de sus capítulos de ‘El arte de la fuga’, pero también con otros colegas poetas como Felipe Benítez Reyes o Benjamín Prado que vienen de hacer
poemas en sus últimas obras con el hálito proteico del luso como compañía
inspiradora; o novelistas, como Antonio
Muñoz Molina, enhebrando Lisboa con Pessoa y el Oriente ao Oriente de Campos en su último libro. Un hombre
camuflado en su paisaje, destilado gota a gota hasta convertirse en toda una
marca. Él, que solo ansiaba la noche abuhardillada sobre el Tajo como altavoz
de sus otras voces, esos heterónimos que se descuelgan entre los dedos de unos
lectores entre la emoción y el asombro. Sempre Pessoa!
Publicado en Diario de Pontevedra 18/07/2015
Ilustración: Álex Vázquez-Palacios
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