La pintura metafísica
de Giorgio De Chirico se plantea en el espacio del CaixaForum de
Madrid como un faro entre dos mundos. El de la antigüedad, del que
no se desprende en ningún momento, y el de una contemporaneidad que
surge del planteamiento onírico de muchas de sus escenas.
Pocos movimientos
pictóricos fueron quien de generar un universo tan fascinante como
la conocida como Pintura metafísica. Sus plazas abiertas, sometidas
a una perspectiva renacentista con un sol proyectando su luz sobre
objetos y maniquíes, generadores a su vez de largas y enigmáticas
sombras, hicieron de los aproximadamente cinco años en que se
condensó este fugaz istmo artístico del siglo XX un epígono
perfecto de otros como el Dadaísmo o el Surrealismo que integraron
la enérgica libertad del subconsciente en el mundo de la pintura.
Giorgio De Chirico
(Volos, 1888-Roma 1978) fue su representante más destacado y, junto
a Carlo Carrá o Giorgio Morandi, los autores de una pintura que se
incluía en el febril relatorio de movimientos pictóricos de las
vanguardias artísticas del periodo de entreguerras. Hasta el 18 de
febrero el CaixaForum de Madrid nos propone una aproximación esos
espacios turbadores generadores de una sensación de desasosiego,
pero también de una belleza fascinante. Y lo hace de la mano del
artista más destacado del movimiento, ya que bajo el título ‘El
mundo de Giorgio De Chirico. Sueño o realidad’, pinturas,
esculturas, dibujos y acuarelas sintetizan de una meditada manera
todo el universo de un pintor que por su longevidad tuvo un gran
influjo en numerosos pintores, y su pintura tuvo un largo recorrido
en el tiempo, pero manteniéndose siempre fiel a sus postulados
metafísicos.
El brillante montaje de
la exposición juega con el interior de los lienzos al plantear toda
una serie de arcadas en la propia sala, como las que caracterizaron
esa arquitectura que surgía de la pintura italiana del Trecento y el
Quattrocento, en las que se ubican los cuadros. Un eco en el que esa
perspectiva que tiranizaba los interiores de las piezas sale al
exterior y prolonga en todo el espacio el magnetismo que reside el
interior de cada uno de ellos. Porque si algo consiguen estos
cuadros, a partir de esa manera de pintar, es cautivar al espectador,
sumergirlo en una atmósfera especial que descontextualiza al ser
humano y lo adentra en un universo entre lo onírico y lo histórico,
ya que la pintura metafísica pende directamente, no sólo del
subconsciente, en unas curiosas alineaciones de objetos, sino también
de toda una tradición artística, cultural y social, en este caso,
italiana, que ofrece una línea de continuidad en la pintura de ese
país.
El mundo de Giorgio De
Chirico pasa por diferentes etapas, la más importante para la
pintura metafísica en la década de los años diez, centrada en esos
espacios arquitectónicos; un momento posterior en las décadas de
los años veinte y treinta, en las que la figuración se impone al
espacio a partir de una poderosa iconografía; un tercer momento en
el que a partir de los años cuarenta vuelve la mirada a los grandes
maestros de la pintura para, en la parte final de su vida, entre 1968
y 1976, generar una suerte de neometafísica, recuperando muchos de
los postulados iniciales de su pintura.
Pero todas esas etapas
se diluyen cuando uno recorre la exposición, cuando se enfrenta a
esas piezas evocadoras, ya no sólo de un tiempo concreto, el de su
creación, sino el de una pintura anterior, de la que se nutre e
inspira. Allí, frente a esas plazas abiertas o ante sus maniquíes,
aquella pintura italiana del Renacimiento se adentra en un mundo de
sueños, de espacios que renuevan una tradición a la que sería
imposible dar la espalda enriqueciéndola así desde la
individualidad del ser humano en el siglo XX. El arranque de la
exposición con una serie de retratos y autorretratos realistas nos
presentan a un artista dominador del dibujo y de una técnica que no
se limitó a un fácil camino que le auguraría éxitos seguros, sino
que decidió adentrarse por una nueva pintura, pero también
escultura, ya que esta muestra sirve también para descubrir la que
era una gran desconocida en la producción del pintor italiano: su
escultura. Piezas en terracota y bronce, unión también material con
la antigüedad, que trasladan al espacio tridimensional muchos de los
elementos que configuran su pintura. Todo este universo de objetos
descontextualizados, naturalezas muertas o maniquíes humanizados no
se separan de otro elemento clave en la pintura de De Chiricho, como
es el sentido de la narración, al no plantear una fractura completa
con la historia de la pintura ya que sus espacios tienen siempre un
enganche con el pasado, con un pasado sin el cual poco seríamos.
Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda. Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo7/01/2018
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