[Ramonismo 56]
'Miss
Marte’, la última novela de Manuel Jabois, nos interroga sobre el amor, el
pasado y los rincones oscuros
VUELVE Manuel Jabois a
poner la lupa sobre el ser humano en esos momentos que nos construyen. Repite,
como hiciera en su anterior libro, ‘Malaherba’, en la intención de observar
cómo actuamos cuando la vida decide ponernos a prueba y saber, como aquel
halcón del cine negro, de qué material estamos hechos, como si fueramos sueños,
aunque nadie nos aseguró que esos sueños fueran hermosos. Ese
material es el que talla Manuel Jabois con un pulso literario cada vez más
firme, en clara competencia con su labor periodística. Dos caminos que se
hibridan con una fortaleza sorprendente en esta historia ubicada en el fin del
mundo, nuestro finis terrae. Quizás el último rincón al que pueda escapar una
persona cuando sus rincones íntimos la acorralan. Allí donde se pone el sol,
donde la luz se hace oscuridad, Manuel Jabois sitúa a Mai, ‘Miss Marte’
(Alfaguara), una joven llegada de Barcelona o del propio planeta Marte, poco
importa, ya que su efecto en la comunidad de ese pueblo costero vendría a ser
similar, por la capacidad de atracción que genera a su alrededor, poniendo
patas arriba la cotidianeidad de un grupo de jóvenes que, años después de lo
que fue un verano inolvidable, siguen conteniendo en su interior unas vivencias
agitadas desde la desaparición en el día de su boda de la hija de Mai de tan
solo tres años. Veinticinco años después una periodista, Berta Soneira, buscará
una respuesta a aquellos hechos, pero sobre todo se enfrentará a lo que es la
verdad, un territorio de imprevisibles consecuencias que intenta balizar a
través de las miradas y las respuestas de aquel grupo de jóvenes antes los
cuales se abría la vida y la vida los engulló.
Es en esa búsqueda de
respuestas desde la que el libro comienza su vuelo al lograr Jabois, con esa
vista de pájaro, otear lo que sucedió en aquel verano a partir de las
sensaciones de sus protagonistas. Una inteligente propuesta de un periodista que
sabe que las cosas no siempre son como uno las ve, ni como las ven dos o tres
personas, sino que facetar las diversas caras de los hechos convierten a la
verdad en una especie de diamante de un valor incalculable. Poco a
poco Jabois convierte esta novela en ese diamante en el que se reflejan las
caras de toda vida, unas más expuestas, otras más íntimas, pero todas conducen
a esa conquista de la verdad, para bien o para mal. En esa labor nos adentra el
autor para que al tiempo recorramos nuestros veranos de juventud, una Ítaca a
la que siempre es necesario regresar, porque allí se acuñaron demasiadas
verdades como para renunciar a ellos pese al paso del tiempo. En aquellos
momentos invencibles, eternos, todo era un ahora de una fuerza arrebatadora en
el que todo giraba alrededor de nuestra existencia. Tres meses que eran una
vida, en la que todo alcanzaba una trascendencia cegadora que nos hacía
incapaces de analizar ciertas situaciones.
Cuando Mai llega a la
Costa da Morte lo hace como uno de esos cometas que irrumpen en el firmamento.
A su cola deslumbrante todos se quieren subir, sabedores de que ciertos tipos
de personas, por sus actitudes y misterios, nos hacen brillar más. Un brillo
que también se desprende de cómo Manuel Jabois nos traslada esa información que
administra con pericia, midiendo tiempos, mientras esas conversaciones
confluyen hasta la torrentera final en la que somos arrastrados por esas
«verdades piadosas» que se han ido sementando a lo largo de toda la novela, y
que todas juntas conforman ese «cielo hueco» hacia el que ya no tiene sentido
mirar.
Es ya marca de la casa
esa retranca que emerge en diferentes momentos, sonrisas contenidas entre el
alborozo de la vida donde se establece un alambre sobre el que deambular sin
mirar, como el equilibrista, hacia lo que le separa del suelo. Esa distancia
Jabois la maneja como pocos y convierte así los rincones oscuros de la vida en
un permanente desafío con el drama, frente al que nunca debemos sentirnos tan
importantes. Así es como a lo largo del texto nos encontramos con numerosos
agujeros sobre esa superficie, espacios en los que poner el pie es todo un
riesgo, pero donde el lector se siente como parte importante de lo que se
cuenta, porque ante ellos nosotros debemos ocuparlos con nuestra experiencia y
opciones sobre el devenir de la novela.
«Todos sonamos en algún
momento de nuestra vida para algo y casi siempre nos apagan de un manotazo como
si fuésemos un despertador». Esta frase es una de las muchas que se podrían
destacar de un libro lleno de sentencias, tan contundentes como abismales, por
lo que tienen de asomarnos al precipicio de la vida. Y es que aquí todo se
juega en ese tablero, en el que nos movemos tirada tras tirada y donde las
marcas de nuestro crecimiento quedan reflejadas en una pared, pero también en
cómo nos medimos con los que nos rodean, con aquellos que forman parte de una
búsqueda que sencillamente intenta entendernos.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 13/02/2021
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