Hay muertos y muertos, que podría haber dicho el Amadeo de ‘El Verdugo’, un siempre inconmensurable Pepe Isbert, quien nunca trabajó tan bien como cuando era dirigido por Luis García Berlanga. El cine español ha sufrido en los últimos tiempos bajas tan destacadas como las de Rafael Azcona, José Luis López Vázquez o Manuel Alexandre, nombres con cuya muerte se iba lentamente cerrando una época de nuestro cine. Una etapa de oro que cabalgaba entre el franquismo como un poderoso corcel, lleno de lucidez y energía, desafiante y brioso, para hacer añicos con sus cascos unos años mezquinos y sombríos. Es posible que sin esa geografía sórdida nuestro cine nunca hubiera desarrollado un cine tan singular como el propuesto por los Marco Ferreri, Rafael Azcona o Luis García Berlanga, todos ellos continuadores de esa abrupta línea que en el arte español surgía con Goya y se materializaba en la España de vanguardias con Gutiérrez Solana, la de la España negra, donde se procedía a la destilación de una sociedad pacata y frustrante para el desarrollo del ser humano a través del alambique del humor. La única forma de digerir ese trago era mediante un humor que se iba evaporando entre las sombras y miserias de una sociedad rancia y caduca que no permitiría nunca el progreso del país. Esas raíces se potenciaban con la salida al exterior en los rodajes, abandonando los pétreos estudios y respirando el neorrealismo, así como el humanismo que llegaba de cinematografías como la italiana con Rossellini o la francesa con Renoir. Ya Edgar Neville, otro de esos directores esenciales del cine español, puso el dedo en aquellos estratos sociales, como radiografía de un tiempo y manifestación del retraso patrio. Junto a él, Luis García Berlanga firmó el guión de su excelente y poco conocida película ‘Novio a la vista’, para continuar haciendo de nuestras gentes el objetivo de su cámara. Berlanga sabía que los personajes, eran la clave de su cine, la colmena sobre la que actuar y que situar en ese crisol que sólo los mejores directores saben crear. Así lo hizo y su cine se fue tiñendo de acritud y desesperanza, hombro con hombro junto al guionista Rafael Azcona, sus películas eran esencias de nuestro mejor cine, ese que a borbotones se movía entre un enjambre de seres humanos, despedazados por un sistema dictatorial que lentamente les iba estrangulando y al que sólo sus relaciones, sus sencillos vínculos, permitían subsistir. Ese enjambre nacional se convirtió en la esencia de lo berlanguiano, de una manera de filmar absolutamente maestra que sobrevolaba entre grandes cantidades de personas que constantemente hablaban. Palabras en un mundo de silencio, palabras que se solapaban unas sobre otras, palabras que finalmente nada decían. El ruido en un universo que nunca nos conducía a ningún lugar, que nos abocaba, pese a ese ruido, al silencio. ‘Plácido’, ‘El verdugo’, ‘La escopeta nacional’ o ‘Todos a la cárcel’, filmadas en diferentes décadas son un palmario ejemplo de eses tumultos que nos volvían locos: personajes que iban y venían, conversaciones que se entrecruzaban, gente que entraba, gente que salía…larguísimos planos que nos atrapaban dentro de sí como parte del propio diálogo. Luis García Berlanga se configuró así como un creador único y sin precedentes, siendo él un generador de influencias para muchos directores posteriores. Su marcha es la del gran tótem de nuestro cine, la columna vertebradora de una resistencia fílmica y de una delicia visual para el espectador. Es como si el cine de Hollywood perdiera otra vez a John Ford, aquel que se presentaba diciendo "Me llamo John Ford y hago westerns”. Nosotros hemos perdido a un genio que se llamaba Luis García Berlanga, él, simplemente hacía películas. Las mejores.
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