Estudiantes y familiares de los protagonistas de 'Matar a un ruiseñor' acaban de asistir a una proyección privada de la película en la Casa Blanca. Al mismo tiempo, el propio presidente Obama grababa unas palabras que acompañaron la emisión por televisión del film, incono de la tolerancia y la integridad del ser humano que este año cumple medio siglo.
En 1960 Harper Lee publica su primera y única novela, ‘Matar a un ruiseñor’. En 1961 la obra fue merecedora del Premio Pulitzer y un año más tarde, un joven director, Robert Mulligan la convirtió en una película con el mismo título. Robert Mulligan tenía treinta y siete años y pertenecía a una nueva generación de directores americanos que hicieron saltar por los aires muchas de las convenciones del cine clásico de Hollywood adaptándolo a los nuevos tiempos, puestos, inevitablemente, en relación con el gran fenómeno de la imagen del momento como era la televisión. John Frankenheimer o Stanley Kramer eran algunos de sus compañeros de camada, junto con otro extraordinario director, Alan J. Pakula, que en esta película participa como productor. La sensibilidad de todos ellos iba más allá del cine como mero espectáculo, fin casi último del periodo anterior, poniendo en valor otras componentes que deberían ponerse en relación con la capacidad de este arte para involucrarse en su tiempo, para diseccionar a la sociedad, y como en este caso, para ofrecer una radiografía de la sociedad americana de los años sesenta desde la perspectiva de los años posteriores a la Gran Depresión en que se centra el argumento de la novela de Harper Lee.
Es, desde esta mirada, desde la que ‘Matar a un ruiseñor’ se ha convertido en una película admirable, objeto de culto por parte de la sociedad norteamericana como referente en cuanto a la plasmación de temas como la educación en la infancia, la justicia o el racismo, solo por citar tres de las claves sobre las que se sustenta una película que también es ejemplar en cuanto a elementos del mundo cinematográfico, como el guión, la fotografía o el trabajo de los actores (especial atención merece Gregory Peck en el papel de Atticus Finch, el padre viudo de dos hijos que, como abogado, debe defender a un inocente de raza negra acusado de violar a una mujer blanca), para confluir así en uno de los legados sobre el ser humano más hermosos nunca realizado.
Infancia. Narrada por la hija pequeña de Atticus Finch, toda la película es presentada desde los ojos de unos niños que ven como su padre se debate en la búsqueda de la justicia dentro de un ambiente donde ésta es suplantada por el ambiente opresivo de la Alabama de la Depresión. Una mirada dirigida solo a unos pocos años antes de la creación de la película, pero que permitía tanto a la autora de la novela, como al propio director, denunciar el ambiente que en lsa décadas centrales del pasado siglo se vivía en los Estados Unidos en lo relativo al racismo. Pero es desde esa aproximación a la infancia desde la que la película alcanza toda su potencia visual, a partir de ella se recrea una ambientación que ahonda en los miedos infantiles, en su relación con los adultos, en la educación y la conquista de valores y en una inocencia que choca frontalmente con el mundo de los adultos. Un territorio confuso, donde el juego se entrelaza con el drama y con los descubrimientos que van haciendo que el niño abandone ese territorio mágico. Para ello hablábamos anteriormente de lo importante de la ambientación y aquí se trabaja de manera ejemplar desde el guión y desde la puesta en escena con una iluminación llena de sombras, de zonas de misterio que nos recuerdan a otra gran película de niños y miedos como es ‘La noche del cazador’ (Charles Laughton, 1955). La pequeña Scout y su hermano Jem, añoran a su madre, pero en su padre encuentran el refugio y el sostén necesario para ir comprendiendo que no todo en la vida es siempre hermoso, que crecer comporta nuevas conquistas y nuevos logros para progresar como seres humanos y en relación a sus semejantes, aunque posteriormente la vida pueda hacer saltar por los aires esos progresos.
Así fue y así es, y es por ello que ‘Matar a un ruiseñor’ tiene una dimensión, incluso hoy en día que excede lo fílmico para adentrarse plenamente en lo social y estructural de una sociedad repleta de miedos y temores. Presagios que podían surgir de esa infancia a la que nos deberíamos agarrar siempre como germen de nuestra felicidad, como geografía de una sensación casi onírica que puede romperse con inusitada facilidad. Un quebradizo instante en el que los niños dejan de ser niños para ser hombres y donde la justicia debe convertirse en el amparo de nuestras mayores conquistas. Las conquistas del ser humano.
Publicado en Diario de Pontevedra 09/04/2012
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