Libre de interpretaciones sobre el sentido de su pintura, el trabajo de Rosa Brun cabalga libre sobre el lomo de las emociones. En este caso de las más intensas, territorios vírgenes, aquellas emociones que se ven desprovistas de contaminaciones y que radican únicamente en la sima del color, allí donde todo es posible, allí donde el silencio nos ofrece el ruido necesario para captar la profundidad de una propuesta que puede parecer sencilla, pero nada más lejos de la realidad.
En su último e imprescindible libro, ‘La luz es más antigua que el amor’, el escritor Ricardo Menéndez Salmón implica en la narración al pintor Mark Rothko como un protagonista más al tiempo que recupera una carta que el cineasta Antonioni envió al pintor letón en la que le decía “Yo filmo la nada, pero usted la pinta”. Asomarse a esa fascinante nada de Rothko se ha convertido en uno de las experiencias artísticas más vertiginosas del siglo pasado, como si de aquel pozo inaugurado por Malevich se pudiera seguir extrayendo un maná para continuar alimentando la creación.
Al poco tiempo de pasar unos instantes en la exposición de Rosa Brun me he acordado de Rothko, de Malevich, de Menéndez Salmón y de esas palabras de Antonioni. No son malos compañeros para recorrer una muestra donde se parece convocar de nuevo a esa nada, a esa sublimación de la pintura a través del color, de la geometría y de unas relaciones espaciales entre las obras que nunca son casuales, sino más bien todo lo contrario, un motivo de reflexión para la autora. Todo ello se amplifica desde un silencio que te acoge como si de un templo se tratase. La espiritualidad que emana de la obra de arte como elemento sígnico, como señal casi primitiva ante la que buscar, más que una explicación, una sensación.
Piezas, por otra parte, que se mueven entre lo pictórico y lo escultórico, artificios que se cuelgan sobre una pared de la que lentamente se van distanciando hasta finalmente convertirse en elementos tridimensionales. Balizas de una existencia mimetizada bajo el color para poner en discusión sus propios límites, su propia configuración como obra de arte y de nuevo con la referencia del color como clave argumental. Aparecen las sombras, primero de manera tímida e insegura, pero posteriormente como un plano complementario de esas formas ya totalmente exentas, como una antesala de las ideas y de nuevos planos de experimentación por los que seguir fluyendo este discurso plástico en el que en todo momento parece estar sobrevolando esa carta de Antonioni para comprobar que la nada puede ser tan profunda como nosotros deseemos que sea, tan absorbente como ella misma se lo plantee y sobre todo, tan atractiva como nosotros queramos convertirla.
No por dejarla para el final es menos importante. Si hablamos de color y de volumen la tercera derivada en Rosa Brun es la luz. Una luz que recompone la calidad del color, una luz que emana del interior de la propia pieza para ofrecer ese aliento a la dimensión mística apuntada con anterioridad. La luz parte como de una vidriera medieval compuesta desde el color para incidir en una modulación espacial donde acoger al ser humano. Recogido ante el misterio de la belleza que surge de algo tan sencillo pero a la vez tan enigmático como es la nada. Un pozo inagotable. Un pozo eterno.
Publicado en Revista 'Diario de Pontevedra' 01/04/2012
Fotografía Alba Sotelo
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