domingo, 21 de xuño de 2020

Mirar al fuego


[Ramonismo 29]
Guillermo Arriaga desafía al lector a adentrarse en una narración absorbente y repleta de tensiones cautivadoras


HACE TAN SOLO unas horas que le metí plomo al último libro de Guillermo Arriaga, ‘Salvar el fuego’. Tras un par de horas de sueño me levanto con esa historia retumbando todavía en mi interior, y con unas insólitas ganas de ponerme ante el ordenador para contarles mi arrebatamiento por él. Un relato de más de seiscientas páginas que durante esta última semana devoré con una fiereza que no había sentido en mucho tiempo. Un ansia lectora que prolongó su lectura durante estas últimas noches en que me batía con la historia ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2020. Una historia salvaje, de amor y redención, de pasión y descubrimiento, pero sobre todo, una historia de vida que florece en un territorio salpicado de sangre y vísceras. Ese margen violento de un México que conoce bien, desde su infancia de calles y sones, un Guillermo Arriaga al que admiramos por su brillantísima labor cinematográfica, asumiendo guiones esenciales de la última historia del cine como son los de ‘Amores perros’, ‘21 gramos’, ‘Babel’ o ‘Los tres entierros de Melquiades Estrada’.
Esa escritura fílmica se ha ido compaginando a lo largo de los años de una manera más silenciosa con la literatura, desembocando en dos textos gigantes, no tanto por su tamaño, como por ese contenido desbordante para el lector de palabras y sensaciones. Si hace cuatro años la propia editorial Alfaguara nos traía ‘El salvaje’, ahora, con ‘Salvar el fuego’ en ese mismo sello, Guillermo Arriaga nos descerraja un libro de esos de insomnio, de los que cuando accedes a él entiendes el enigma de la escritura en el lector, convertido en un espinoso alambre que mezcla placeres y turbaciones.
Lo primero que nos llama la atención en el texto, sobre todo, imagino, que desde esta otra orilla del Atlántico, es el lenguaje, una explosión de términos de la jerga del Distrito Federal, de calles llenas de malandros que no dudan en balearte ante la mínima mirada de desafío. Una orgía lingüística, tan desbordante como magnética para el lector que, ante tanto vocablo galopante, se deja arrastrar por un torrente de palabras y expresiones entre las cuales también surge alguna sonrisa, por cómo la maleabilidad del lenguaje puede derivar en expresiones de lo más curioso. Lo mismo sucede con la integración de palabras procedentes de los Estados Unidos, huellas yanquis que se engarzan con la lengua del país azteca para producir un lenguaje mixto y que se le pega al lector de principio a fin... e incluso más allá.
Ese lenguaje es el que emplea Guillermo Arriaga para contarnos la historia de Marina, una coreógrafa que cae bajo la pulsión descontrolada del amor por un reo, José Cuauhtémoc, un hombre que ha sido capaz de quemar a su propio padre al tiempo que manifiesta unas dotes literarias impensables, y que en su estancia carcelaria coincide con esta mujer convertida ya en un fuego que mantener encendido durante el resto de su vida. La vida de Marina, una vida acomodada y feliz, de amistades, matrimonio e hijos, salta por los aires y todo se convierte en su subir por ese río de Conrad para conocer un corazón que ya para siempre también será suyo. Violencia, venganzas, sexo y toda una serie de historias que, como afluentes, alimentan esa corriente central, incrementando el ritmo necesario para mostrarnos cómo esa mujer es capaz de dejar todo lo que tenía de lado por esa pasión que lo que le otorga es la vida, el sentirla como algo indómito lejos de la domesticación del apacible hogar conyugal.
Faulkner, Pessoa, Borges, Thoreau, van dejando sus jalones en este relato de una marcada humanidad, en el que el ruido y la furia se convierten en el desfiladero para conocerse a sí mismo. Tanto Marina como José Cuauhtémoc hacen del otro un salvoconducto de su destino. En ella, alterándolo, desde la monotonía vital y la falta de creatividad en su trabajo; y en él, como luz de redención ante sus violentos hechos anteriores. Salvar ese fuego es salvar lo único que puede alumbrar semejante oscuridad. «Si mi casa se quemara y solo pudiera salvar una cosa ¿qué salvaría? El fuego, el fuego, el fuego». Para esa salvación Guillermo Arriaga despliega un conjunto de voces expuestas con su talento ya conocido para el montaje, para conjugar tiempos y miradas, para convertir la estructura de este texto en otra lección de ritmo y sensaciones que brotan de la mirada clara de quien no duda en mirar al fuego, en mirar al corazón de dos personajes inolvidables.


Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 20/06/2020

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