Hierven las colas ante Doña Manolita al mismo tiempo que los sueños cabalgan a lomos de una crisis olvidada durante unos instantes. Una atmósfera surreal inunda la atestada calle Preciados y su entorno: clientes, turistas y mimos de los más diversos pelajes conforman un paisaje coronado por una Puerta del Sol que espera impaciente clausurar un año repleto de miserias para nuestra sociedad. La misma sociedad cuya más dura y verdadera radiografía emerge de forma obscena al caminar por una Gran Vía plagada de cines y musicales, filas de personas que acceden a los últimos estrenos para contemplar unos espectáculos ideados para la evasión. Mientras, solo a unos pocos metros, los vagabundos ahogan sus penas dentro de un brick de vino, tumbados en unos cartones sobre los que los destellos de los neones se entremezclan con una gruesa capa de mugre. Tras esa hoguera de vanidades, con sus porras y un casticismo barnizado por la mercadotecnia de los Starbucks Coffee, Madrid muestra su esplendor cultural y su capacidad de atracción para los forasteros que desean postrarse ante los Delacroix, Deineka o Rousell, amparados por unas infraestructuras convertidas en reclamos turísticos. Inversiones para llenar Madrid de acentos que derivan en ingresos y son el abono necesario para cultivar el lado ilustrado del que la capital con justicia presume.
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