El Centro Cultural Marcos
Valcarcel de la Diputación
de Ourense acoge entre el pasado mes de diciembre y el próximo mes de febrero
una amplia muestra sobre la obra del pontevedrés Manuel Moldes. Un recorrido
por el trabajo de los últimos años, donde reconocemos obras ya expuestas en
otros espacios, pero donde descubrimos también el inicio de un nuevo camino,
marcado, por una exaltación de la belleza a la que todo pintor nunca debe
renunciar. Manuel Moldes nos impresiona con este giro que augura felices consecuencias
para su pintura.
En el año 2003 y con el chapapote vomitado por el ‘Prestige’ tiñendo de
negro y miseria, sobre todo moral, nuestras costas, Manuel Moldes componía un
tríptico emblemático ya de su obra ‘A matanza do porco’. Una exortización de un
tiempo que parecía oscurecer a todo un país. Aquel mismo año el CGAC le dedicó
una completísima exposición en la que, comisariada por Miguel Fernández-Cid se
recomponía toda una trayectoria esencial a la hora de aproximarse al discurrir
de la pintura en Galicia durante las últimas décadas. El tiempo ha pasado, y
nos ha echado diez años encima a todos. Caprichosamente de nuevo vivimos
tiempos oscuros, calamidades en forma de penurias económicas que asolan a gran
parte de la población. A diferencia de aquella ocasión en el CGAC, Manuel
Moldes parece querer abrir una puerta a la esperanza, un eslabón al que
sujetarse de manera firme confiando en que todo pase y se quede en una negra
pesadilla. Esa puerta se nos abre de par en par a través de otro tríptico, un
canto desde el arte y para el arte con la belleza como contundente exclamación.
Y para ello el artista integra paisaje y desnudo, géneros emblemáticos de la
pintura reconvertidos a través de la intención creativa de Manuel Moldes.
Cuadros llenos de texturas que a uno le dan ganas de pasarle la palma de la
mano para tocar y sentir esa belleza. Un cuerpo de raíces cezannianas pero que
remite directamente a la famosa escultura de Aristide Maillol, ‘El
Mediterráneo’, a la que en feliz coincidencia han acudido tanto Manuel Moldes
como el cineasta Fernando Trueba en su última película ‘El artista y la
modelo’. Ambos se refugian en la belleza como argumento para crear sus trabajos
y pero también como bálsamo necesario para aliviar las heridas de este
tiempo.Una sensualidad hedonista que marca esos atardeceres en los que parece
apostarse Manuel Moldes, apartándose de tantas tristezas y generando la
esperanza que siempre otorga la belleza.
Este fantástico recinto expositivo permite, además ver lo realizado por
el artista en estos últimos diez años, ayudado en el montaje, por el también
profesor en la Facultade
de Belas Artes de Pontevedra (en la que Manuel Moldes es profesor de dibujo)
Javier Tudela, contemplar como se gesta
esta evolución que parece surgir de todas aquellas formulaciones físicas que
hace unos años complicaron las superficies de sus obras en las que parecía
originarse una suerte de cosmogonía, como si se estuviese gestando todo un
sistema. En sus siguientes cuadros esos símbolos se van convirtiendo en
elementos reconocibles, esquemas figurativos, fragmentos de unas vidas que
parecen irse componiendo en un lento proceso resumido todavía en el tríptico
final en ese círculo generador de fuerzas, de una dimensión en la que eses
‘Didas’ como los denomina el propio creador buscan su sitio en un lugar que
parece evolucionar hacia el marco más hermoso que nunca encontraremos: la
naturaleza. Allí ese cuerpo hermoso significa la vuelta de Manuel Moldes a la
figuración plena, un retorno que nos hace pensar en todo lo que significó la
figuración de Manuel Moldes en el entramado de aquella generación Atlántica. Se
echaba de menos, ciertamente. Ahora, al calor de ese rojizo sol del atardecer,
parece que asistimos a un nuevo tiempo en su pintura en el que la figura
reclamará su lugar, su posición de hegemonía dentro no solo del lienzo sino del
conjunto de su obra.
Todo semejaba sosiego en la obra de Manuel Moldes y ahora nos damos de
bruces con esta sorpresa, de nuevo la capacidad del artista para reinventarse
sin despreciar sus principios creativos. Para reformular sus intenciones
pictóricas a través de una lógica evolución de unos planteamientos tan
complejos en su origen como límpidos en esta desembocadura. Un atractivo más
para recorrer esta muestra y entender el compromiso de un autor con su trabajo.
No siempre los tiempos son felices, en ocasiones las travesías se vuelven
áridas y pedregosas, pudiendo parecer alejadas del público, pero la necesidad
interior del artista debe ser firme e intentar aferrarse a aquello en lo que
uno cree porque al final se consigue este milagro que tenemos ante nosotros.
Una explosión de belleza con la que no contábamos a estas alturas de la
trayectoria de Manuel Moldes pero que acogemos con alborozo, sobre todo por
todo aquello que puede venir tras ella. Esa expansión de fuerzas seguirá
generando su magia, su potencia fertilizadora para hacer del arte una de las
pocas tablas de salvación del ser humano, y a las que de verdad, merece la pena
sujetarse.
Aquel cerdo del que manaba sangre en el Tríptico de 2003 ya es historia,
aquel grito apocalíptico hecho desde las entrañas de esta tierra se ha ido
aplacando hasta generar este estado de ‘Lujo, calma y voluptuosidad’, en el que
podemos reposar y meditar sobre aquello que en realidad importa. Y entonces es
cuando nos encontramos con ella, con esa belleza, en la que todo empieza y todo
termina, donde a su lado un atardecer puede ser el último que veamos, porque
todo lo demás carece de importancia.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 13/01/2013
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