▶ «Es abril otra vez. Los patines caen
como lluvia por las calles/tu remota voz al teléfono/hubo un tiempo que yo
saltaba como un payaso por el aro...»
[‘Nuestra carta de abril’. Poemas de la
era del jazz. Scott Fitzgerald]
A mí la primavera me pone cuerpo de Scott Fitzgerald. Así, como lo leen,
inundado por una sensación de júbilo y brevedad que haría palidecer a alguno de
aquellos protagonistas de la ‘era del jazz’, como la bautizó el escritor del
que se viene de publicar por la editorial Visor
un poemario (sí, Scott Fitzgerald también escribió poesía) con el título
‘Poemas de la era del jazz’.
En Pontevedra
a la primavera más que sentirla se la intuye, se sabe que está a la vuelta de
la esquina, que los rayos de sol coquetean constantemente con unas nubes negras
y que siempre habrá un chaparrón para marchitar las jóvenes flores, aunque las
camelias nos lleven engañando desde hace varios meses con que la primavera se
aproxima.
Leo esos poemas sintiendo la primavera
del escritor que sería el autor de ‘El
gran Gatsby’, ya que todos están redactados en su momento de iniciación a
la escritura, y junto a ellos, o mejor dicho entre el blanco de sus líneas, lo
que se adivina es ese tiempo de frenesí y diversión que fueron los locos años
veinte en Estados Unidos, en los que
se sumergió Scott Fitzgerald para poner palabras a la música, al desenfreno, a
los deportes, a las fiestas, a Hollywood,
a los excesos y que, con el paso del tiempo y el agotamiento de esos mismos
años, se convirtió en un estado de melancolía y autodestrucción de muchos de
sus protagonistas. Como si el gran ramo de flores olorosas y de excitantes
colores se marchitase de golpe recostado sobre el césped de la derrota.
Si en libros fundamentales como ‘A este lado del paraíso’, ‘Hermosos y malditos’, ‘El gran
Gatsby’,o ‘Suave es la noche’, se
contiene todo ese placebo, en una suerte de autorretrato generacional, en donde
se aprecia de una manera más descarnada es en las numerosas cartas que se
conservan del escritor. Cartas a su hija, a su esposa, a editores, a escritores
como Hemingway, Thomas Wolfe o Gertrude
Stein, pero sobre todo, cartas a sí mismo y a un tiempo que los consumía a
todos ellos como en una gran pira funeraria que dejaría todo convertido en
cenizas.
La editorial Círculo de Tiza ha reunido en un volumen indispensable la mayoría
de estas cartas, auténticos abismos ante el vacío en las que la literatura deja
paso al desgarro, para convertir esa primavera en un calvario que dejó al
escritor exhausto hasta su final. ‘El
arte de perder’ es el clarificador título de este epistolario envuelto en
un frenético verde. Cartas que saltaban de Europa
a Estados Unidos, pero que también lo hacían desde la exaltación del genio
hasta la depresión más agónica. En todas ellas se destila un poso literario
irrenunciable, el drama de su mujer Zelda,
la necesidad de escribir mediante cualquier género para mantener su altísimo
ritmo de vida, mientras litros de alcohol lo inundaban todo; pero también los
procesos de creación de sus obras, el sentirse un vendido en sus fundamentos
literarios por esa premura económica, las opiniones sobre otros escritores o la
sorpresa ante las pocas ventas de algunos de sus libros frente al éxito de su
cuentos.
«Búscame un héroe y tendrás una
tragedia», aseveró Scott Fitzgerald entre el manojo de frases antológicas que
escribió. Él mismo era uno de esos héroes que devino en tragedia. Atrapado en
muchos casos por su propio talento, por un genio que desde la escuela molestaba
a sus compañeros por su descaro y por un ego que no dejó de crecer hasta ser
uno de los autores mejor pagados, con lo que sostener su ostentosa vida de
viajes, hoteles de lujo, trajes caros y fiestas. Mientras lo paría era
consciente de que ‘El gran Gatsby’ era lo mejor que había escrito, cada
palabra, cada página, cada capítulo eran un reverdecer narrativo del que la
literatura norteamericana estaba ausente desde Henry James, más de veinte años antes, pero el libro se marchitó en
las librerías, con unas ventas muy por debajo de lo que se había previsto. Las
raíces del talento comenzaron a pudrirse, Zelda de psiquiátrico en
psiquiátrico, y el escritor que ya nunca volvería a ser el mismo.
Se agotó así su existencia, tan
esplendorosa como caduca. Cada vez que veo las flores marchitándose sobre su
lecho verde pienso en lo fugaz que es todo en la vida, y como una nota de jazz
puede acabar siendo una triste despedida en una carta, como sucede con cada
efímera primavera.
Publicado en Diario de Pontevedra 9/04/206
Fotografía. Rafa Fariña
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