martes, 18 de abril de 2017

Cuando la tierra es palabra


La conmemoración del centenario del nacimiento de Juan Rulfo llena de reediciones de sus obras, homenajes y diferentes actividades alrededor de su figura este año. Una persona esquiva y condenada a la fama por apenas dos libros, ‘El llano en llamas’ y ‘Pedro Páramo’, dos textos fundacionales de una nueva narrativa que derivó en lo que sería el Boom Latinoamericano. Su escritura, seca y descarnada, se hundía en las polvorientas tierras mexicanas para componer un escenario en el cual situar a unos personajes que se mimetizaban con él, abocándonos a una crónica humana desoladora.


LEER A JUAN RULFO es leer un territorio. Una identidad reseca de aire viejo con pueblos que saben a desdicha y en los que calibrar a un ser humano, con su piel ajada por el sol, es medirlo desde el contacto con sus vecinos y un entorno con un peso devastador. La literatura del escritor mexicano se condensa en dos títulos mayores de la historia de la literatura en castellano, dos obras en las que esa síntesis de una geografía pegada a la piel de sus protagonistas nos da, como pocas veces, una dimensión del hombre que destierra la indiferencia y emociona a cualquier lector. Los relatos incluidos en ‘El llano en llamas’ (1953) y esa obra cumbre, ‘Pedro Páramo’ (1955), singularizan a un autor poco pródigo en la escritura, y que derivó su labor creativa por disciplinas como la fotografía —dejó un legado de seis mil negativos—, y de nuevo con esa sensación de registrar una tierra, de convertirla en latir humano y en camino por donde discurrir todos unos personajes trazados de manera firme, en los que parece que escuchemos sus monólogos, en los que su manera de hablar nos vincula a su entorno y a una identidad que está muy presente en cada línea de su escritura. Una identidad establecida por el mito y la violencia, por la muerte casi como deidad en un ámbito mestizo, marcado también por la dominación de una persona, por el cacique como aglutinador de poder y desencadenante del conflicto.
Cuando la periodista y escritora Elena Poniatowska tras entrevistar a Juan Rulfo en 1954 dice que «oyó la voz de los que cultivan un pedazo de tierra seco y ardiente como un comal, áspero y duro como pellejo de vaca», se aproximaba bastante a los fines narrativos del autor. Una entrevista que se produce entre la publicación de esos dos libros, pero ya eran muchos los años en los que el escritor, nacido en Jalisco en 1917, llevaba publicando cuentos en diferentes revistas mexicanas a la vez que iba dándole forma a su ‘Pedro Páramo’. En los dos años siguientes escribió el que sería su tercer libro, ‘El gallo de oro’ que no fue publicado hasta 1980, seis años antes de su muerte en Ciudad de México. Un silencio en la escritura que se sustituyó por una intensa labor como fotógrafo y con numerosos viajes por diferentes territorios. Pero aquellas dos obras ya estaban escritas, y eso era todo lo que debía aportar al mundo de la literatura. Dos obras que significaron en cuanto a premios el premio Nacional de las Letras (1970) y el premio Príncipe de Asturias (1983), pero su significado fue mucho más allá, convirtiéndose en un ancho camino para una nueva literatura, como si ese territorio fuese el tránsito de lo faulkneriano, desde Yoknapatawpha hasta el Macondo de García Márquez, esto es, el desfiladero por el que la novela, anclada en el siglo XIX, se desmontaba en pedazos para resituarse como una nueva manera de narrar. Nacía así la nueva novela latinoamericana y el Boom estaba realmente preparado para explotar.
Si algo llama realmente la atención en la vida de Juan Rulfo es ese silencio sobrevenido tras dos libros escritos más de treinta años antes de su muerte, y hasta ese final, nada. Es entonces cuando debemos sujetarnos a sus palabras, a sus conferencias ante un público frente al que cada vez más se iba convirtiendo en el propio mito de su literatura, algo que le provocaba auténtico pánico dentro de su carácter reservado y huidizo. En cierta ocasión, durante una de esas charlas en la Universidad Central de Venezuela, Juan Rulfo enmarca ese silencio en la muerte de un tío suyo, el tío Celerino, quien le suministraba todas esas historias entre la realidad y la leyenda, junto al cual había visitado muchos pueblos y conocido muchos relatos. Pueblos que se convirtieron en uno, en ese Comala asentado ya en una de las capitales de la historia de la literatura mundial.
Llegar a Comala es uno de los inicios más antológicos de cualquier libro. Volver a a leer esas páginas —se dice que con que se hubieran conservado solo las ocho primeras páginas Juan Rulfo ya habría pasado a la historia— es una experiencia estremecedora. Cada palabra en su justo lugar, la aproximación a una historia que se va a abrir pero también a otra anterior, la configuración de un escenario que «está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno». La entrada en un lugar en el que «todo parece estar a la espera de algo» y, a partir de ahí, pisadas huecas, puertas desportilladas... un pueblo en el que buscar a un padre como una esperanza, como «quien busca la infancia y solo encuentra decepción y desengaño». Él, que había perdido al suyo de niño. Envuelto en polvo y calor, la búsqueda, como tantas veces en la literatura, no es más que la búsqueda de uno mismo, un jugar con el destino demasiadas veces cayendo en las casillas equivocadas. Sudor, estertores, sangre... un combinado que se adereza con la forma de contar con las cosas, esa es siempre la diferencia, la distancia con lo anterior, la puerta que se abre a un mundo que parece alejado del resto. Todo está allí contenido, en aquellas voces surgidas de un interior humano que es también el interior de la corteza terrestre. Una narrativa que se asienta en la oralidad de los territorios, en el aspecto chamánico de la invocación. Almas pasadas que conceden una energía telúrica a un momento que se convierte en relato. Machos, hijos abandonados, mujeres repudiadas... elementos de una cultura atrasada en un tiempo en el que como él mismo escribe se está a la espera de un algo que nunca llegará, sin denuncia pública más allá del llanto o el rencor individual. La lágrima en la tierra seca, es decir, el olvido. Para construir esa realidad Juan Rulfo escribió diferentes relatos en los que muchos se movían sobre esas mismas tierras. Diecisiete textos que confluyeron en ‘El llano en llamas’ como un ensayo general para el acto central.
Cuenta García Márquez como Álvaro Mutis subió a zancadas los siete pisos de su casa con un paquete de libros bajo el brazo, lo abrió y tomó el más pequeño y corto de ellos y, mientras lo agitaba, le decía: « ¡Lea esta vaina, carajo, para que aprenda!». Era ‘Pedro Páramo’, el texto que se convirtió en el impedimento para que el autor de ‘Cien años de soledad’ pudiera dormir aquella misma noche hasta terminar una segunda lectura del libro. «Nunca, desde la noche tremenda en que leí ‘La metamorfosis’ de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá —casi diez años atrás— había sufrido una conmoción semejante», escribe García Márquez en un artículo publicado en 1980 en la revista mexicana Proceso con motivo del Homenaje Nacional dedicado a Juan Rulfo y que la editorial RM y la Fundación Juan Rulfo incluyeron en una edición de 2011 de sus dos libros referenciales.
Esa misma editorial es la que tomará un papel activo dentro de pocas semanas cuando con motivo de esa celebración del centenario de su nacimiento, el 16 de mayo, se publicarán nuevas reediciones de sus tres obras editadas, por separado y también en un único volumen con numeroso material sobre su vida. Desde hace unas semanas también ha dado comienzo en la Universidad Autónoma una serie de conferencias a cargo de diferentes escritores sobre su aportación literaria, del mismo modo la Casa de América en Madrid desarrolla un amplio programa de actividades y desde el mes de junio hasta septiembre la Biblioteca Nacional exhibirán una muestra bibliográfica, mientras en México, en el Museo de Puebla, se aproximarán con una exposición a su importante trabajo fotográfico.
Si algún sentido tienen este tipo de celebraciones es el de darte de bruces o bien con lo nunca has visto antes o con el caminar por donde alguna vez ya has estado. Lo primero, en este caso, es pura envidia; lo segundo, es el pellizco de lo eterno, el renovar los votos que una vez se hicieron ante una página, ante un libro, ante un territorio hecho palabra al tiempo que intentas tomar aire fresco y te sacudes el polvo de la cara.



Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda. Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 9/04/2017


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