‘Todo lo demás
era silencio’ es la primera novela de Manuel de Lorenzo. Un íntimo
relato sobre la necesidad de los recuerdos
SE ADIVINA ENTRE los
renglones de la primera novela de Manuel de Lorenzo la densidad de un
silencio que envuelve el pasado y los recuerdos que quedan en él
como un misterioso salvavidas al que retornar cuando la vida nos los
solicita. Ese regreso puede suponer muchas cosas, una recuperación
del tiempo perdido, una visita a la felicidad o, como en este caso,
la necesidad de saldar una cuenta con uno mismo cuando las cosas
pintan mal.
Manuel de Lorenzo
(Ourense, 1981) acostumbra presentarnos en estas mismas páginas
diarias sus artículos repletos de una efervescencia que baliza la
vida desde una óptica personal que es la que los barniza con ese
puntito de genialidad con el que suelen coquetear muchos de ellos. La
vida bajo la pluma de un opinador en prensa lo convierte en un
entomólogo que, lejos del cientifismo, lo fía todo a la experiencia
y al recuerdo, poderosas máquinas para que la vida luzca mucho mejor
que cuando todo aquello sucedió.
Con ‘Todo lo demás
era silencio’, editado por Suma de letras, el autor debuta en la
ficción, pero lo hace como en sus artículos, tomando la vida a
puñados, haciendo de este discurrir por el mundo un itinerario
narrativo colmado de emociones, de subidas y bajadas, tan intensas
que, en el momento que encadenas un par de páginas, la historia te
ha capturado y ya formas parte de ese silencio en el que el lector
puede, como si estuviese colocado ante el brocal de un pozo, arrojar
un guijarro para escuchar como su propia vida destroza ese silencio.
Todos somos presos de nuestros silencios.
Lucía y Julián están
juntos desde hace años y viven su amor como parte de un destino
feliz, sin contratiempo alguno, en el que buscar unos geranios para
adornar una nueva vivienda o gozar de una mañana de domingo repleta
de cotidianas lentitudes son el cauce preciso para su tranquila vida
en común. Pero el azar, la vida que pende de un hilo, tal y como se
titula esta sección, en honor al gran Edgar Neville y su película
‘La vida en un hilo’, en la que se habla de cómo cambian
nuestras vidas en función de una u otra decisión tomada en un
instante determinado, aparentemente intrascendente, hace que todo
sufra un volteo que cambiará esa idílica situación de pareja por
un permanente estado de desasosiego.
Capturar esa atmósfera,
envolvernos en esa turbadora situación es el gran aporte de Manuel
de Lorenzo a la novela. El hermetismo concentrado en sus
protagonistas, con la suma de uno de sus vecinos, es el que no te
distrae un ápice de su voluntad narrativa. Desde esa asepsia de
personajes que impide que se crucen otras historias, el relato fluye
y permite al lector una relación de extrema intensidad, y hasta
cómplice con lo que sucede, como la propia introspección sobre lo
que se nos cuenta. Es decir cómo esa situación límite nos lleva a
mirar en nuestro propio interior en la búsqueda de esos silencios
que los diferentes estratos de una vida van depositando en anteriores
sedimentos y que pensábamos superados, pero que están ahí, como
una memoria latente que en un momento concreto exige su recuperación.
Esa vuelta al pasado lleva a los protagonistas a un paisaje de la
infancia, a una aldea gallega en la que la inocencia también ha
estado en hibernación. Una patria sin banderas que se necesita pisar
para sentirse vivos, para entender lo que somos y lo que es realmente
importante para nuestra configuración como seres humanos. Entre
senderos por un bosque o a la orilla de un río de aguas frescas y
puras aquellos geranios urbanos carecen de sentido y se marchitan
entre las veleidades de la vida diaria.
De relevancia son
también dos cuestiones que sujetan la intensidad del relato. Por un
lado la disposición de los capítulos, el engranaje que responde a
un meditado proceso de elaboración del que el autor sale bien
parado, porque de esa manera, en el cómo se articulan los fragmentos
de la historia, surge su emoción, en el uso de la elipsis, en la
disposición de los escenarios, y en gestionar la sensación de que
es la propia vida la que escribe la historia; y por otro, dentro de
esa depuración, el lenguaje exprimido y concentrado, sin artificios
ni interferencias, realza esa sensación de que estas palabras son lo
único que puede explicar lo que es el silencio.
Publicado en Diario de Pontevedra 1/05/2019
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