Manuel Jabois nos
ofrece una mirada generacional a través de los ojos de la infancia,
en la que inocencia y miedo lo explican todo
UNA MIRADA es todo un
mundo. Un abismo desde el que relacionarnos con lo que nos rodea.
Manuel Jabois ha elegido mirar la vida desde los ojos de una infancia
que se convierte en adolescencia. Un límite físico y emocional en
el que somos duda y temor, descubrimiento y apariencia, en
definitiva, seres que crecen y se encuentran con la intuición de un
nuevo horizonte del que nadie nos ha dicho nunca nada y en el que
todo nos toca decirlo a nosotros.
‘Malaherba’
(Alfaguara) es una novela que evidencia la capacidad de Manuel Jabois
para hacer de su prosa vibrante y tensa el punto de ignición para
que el lector se adentre en una historia de emociones compartidas, de
recuerdos de unos instantes en los que todo significa plenitud y
vida. Porque vida es lo que nos narra el autor. El valor de un
instante en el que todo se concentra en él. Sin pasado, en la
infancia carecemos de él, y con todo un futuro por escribir. En el
colegio de Campolongo, esa aula repleta de niños y niñas, podría
ser cualquiera de las aulas en las que todos pasamos tantas horas, en
las que afianzamos amistades y traiciones, donde descubrimos y nos
descubrimos, donde nos humillaron y donde humillamos y donde
empezamos a lanzar los dados sobre el tablero de la vida.
La mirada sin calibrar
del que se adentra en la adolescencia es la que emplea Manuel Jabois
para traducir el mundo, ese mundo adolescente desde el que también
doblar la esquina del universo de los adultos. Niños que nos ven
como extraterrestres a los que les suceden situaciones que no podemos
entender en ese momento y que sólo el tiempo puede llegar a ordenar.
Un caos en el cual todos nos hemos visto envueltos sin explicaciones
de esos hechos que nos rozaban en mayor o menor medida. Los fracasos
de los nuestros se traducían en consecuencias que hacían del hogar
un ámbito expiatorio, tantas veces asfixiante, pero que tenía en el
exterior su cara b. Allí, los amigos, los primeros amores, los
adultos que sin esa pátina familiar nos rodeaban, y los escenarios
urbanos, generaban una madeja en la que movernos y en la que casi
siempre acabar enredados.
Sin miedo al lenguaje,
haciendo de su propio universo interior tintero, Manuel Jabois nos
coloca ante un espejo generacional en el que muchos nos vemos
reflejados, obligándonos a repasar toda una geografía sentimental a
la que no siempre es fácil volver. Tambu, Rebe, Claudia o Elvis, y
el regimiento de compañeros con sus apodos (que es de un niño sin
su mote escolar), son parte de nuestra infancia y el autor acomete un
extraordinario esfuerzo para ofrecernos ese fresco entre el humor y
lo trágico, entre la mirada limpia del que nace y la acechante
oscuridad en la que el temor a lo desconocido nos ha envuelto no
pocas veces.
Como aquellos niños de
‘Matar a un ruiseñor’ o de ‘La noche del cazador’ las
criaturas de las que escribe Manuel Jabois son seres entre sombras.
Las alargadas provocadas por unos adultos repletos de misterios
inexplicables, también por personajes urbanos con los que se cruzan
y que alientan la capacidad imaginativa de quien no conoce, pero
presiente la penumbra. Una exploración de la vida que transcurre al
mismo tiempo que la del propio cuerpo, deseos que surgen de una
fisicidad en evolución que nos sitúa en esos márgenes del deseo
llenos de tensiones, desafíos y, en ocasiones, de terribles
consecuencias.
Y al fondo, Pontevedra,
germen de esta novela y donde Manuel Jabois plantea una serie de
espacios que, más allá de su limitado protagonismo narrativo,
ofrecen el simbolismo de lo que significaban. Campolongo como barrio
de la infancia, la libertad de las Palmeras, el Puente de A Barca con
su alucinógeno ir y venir, bares y cafeterías en los que comenzaba
a asomar una nueva generación, no sé si de ‘Hermosos y malditos’,
empleando el título de uno de los autores favoritos de Manuel
Jabois, Scott Fitzgerald, pero porque no. Todos somos hermosos y
malditos, todos somos poseedores de una capacidad inmensa para
afrontar la vida hasta que esta se pone perra y los dados se empeñan
en no pasar del uno o del dos, cuando no te dejan atrapados en unas
casillas en las que nadie merece caer. Mirar a nuestra infancia,
quizás sea, entonces, el único espejo en el que comprendernos.
Publicado en Diario de Pontevedra 22/05/2019
Fotografía. Manuel Jabois en la plaza del Teucro de Pontevedra (Rafa Fariña)
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