[Ramonismo 178]
El Nobel Patrick Modiano explora el laberinto de la memoria en un juego detectivesco del pasado
Cada libro de Patrick Modiano es una auténtica celebración, literaria, pero también vital. Sus relatos, sus historias, siempre marcadas por la memoria y por espacios tan singulares y colmados de vida e historias como son los barrios y suburbios de París, articulan un itinerario lleno de posibilidades para el lector que se adentra en ellas sintiéndose como una parte más del propio relato, al que no dudaría en sumarse si se pudiesen eliminar las barreras entre la ficción y la realidad.
Hablamos de novelas llenas de aromas parisinos, de terrazas y escenarios humanos colmados de una vida que se desliza de manera natural, pero en la que tampoco se olvida el autor de las sombras, sombras que sacude desde la memoria propia y que convierte en colectiva gracias a su brillante escritura, de un lenguaje sobrio y preciso, lleno de evocaciones e inevitablemente marcado por los tiempos de su infancia en los que París se sacudía la ocupación nazi. Ahora, cerca de cumplir los ochenta años, nos trae otra de esas novelas que definen su trayectoria en la que sin demasiadas páginas, y sin caer en los excesos en los que insisten algunos pensando que a más páginas mejor literatura, es capaz de convocarnos ante un universo particular, en este caso inscrito en una historia de investigación, una novela policíaca marcada por la búsqueda de una especie de tesoro alrededor del cual se convocan diferentes fantasmas del pasado, donde la memoria se adentra en un laberinto lleno de recovecos, de capas que, como diferentes velos, Patrick Modiano sitúa ante nuestros ojos.
‘Chevreuse’, es el nombre de la novela, editada, como es habitual en España, por Anagrama, siendo esa palabra una suerte de conjuro del pasado. Una palabra que evoca un lugar, un escenario de la memoria al que regresa Jean Bosmans, acompañado de dos amigas, a la casa en la que vivió de niño en los años cuarenta. Ese protagonista debe ir abriéndose paso en la neblina de los recuerdos, en cómo los años han ido modificando visiones y recuerdos, y de qué manera hoy nos acercamos a un ayer que, pese a todo, siempre permanece en nuestro interior. Un personaje que forma parte de novelas anteriores, como en ‘El horizonte’, en la que también semejaba transitar por un tiempo en suspenso, por un pasado con mucho de onírico y un tiempo actual desde el que intentar hallar los pilares de lo que sucede hoy en aquella infancia y juventud pasada.
A medida que progresamos en su lectura, ‘Chevreuse’ no deja de proponer preguntas que, en la mayor parte de los casos, suelen ser más relevantes que unas respuestas a las que no es sencillo acceder, por todo lo que supone seguir toda una serie de rastros, convocados desde la memoria, que han dejado los singulares personajes que se movían en el interior de aquella casa, desembocando todo ello no tanto en esas soluciones personales, sino en una suerte de retrato colectivo de la existencia humana, en la que incluso hay mucho de lo que supuso la incitación a la escritura del propio Patrick Modiano, de esa vocación de escritor que tuvo en la concesión del Premio Nobel de Literatura en 2014 su culminación. Él se convirtió en el decimoquinto autor francés en lograrlo, el país que más veces lo ha conseguido, y en aquella ocasión una de las expresiones del jurado fue la que se refirió entre sus virtudes literarias al «arte de la memoria». Casi diez años después Patrick Modiano sigue escribiendo con la misma intensidad y genialidad, y lo hace todavía a través de esa memoria a la que nunca renunció para alentar su escritura, para enfrentarse a un pasado no percibido como un ajuste de cuentas con él, pero sí como algo necesario para situarse hoy en el mundo.
Un proustianismo literario que nos convoca ante una nueva narración, ante esa manera de escribir que te lleva de un lugar físico a uno interior, de una geografía, que en el caso de ‘Chevreuse’ alcanza una mayor dimensión al narrar diferentes recorridos en automóvil por paisajes naturales, los de ese valle, y urbanos, como ese barrio de Auteuil de calles por las que caminaron y pensaron Baudelaire y, por supuesto, Proust, pero que rematan siempre con la consolidación del recuerdo, el asidero para alcanzar un deseo, que no es otro que lograr entender lo que sucedió. Quizás ese secreto que se busca desvelar, ese tesoro material, no sea más que la recuperación de lo vivido, una danza fantasmal a la que poner orden cada vez de una manera más firme al ver cómo los años conducen hacia su inexorable final, cuando se tiñe de recuerdos, de impresiones cada vez más difuminadas y de miradas inolvidables. «Le sonreía, y su sonrisa, ese reloj y ese timbre le hicieron pensar en un recuerdo de la infancia».
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 25/11/2023
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