clásicos para un verano “Capítulo 1. Le
encantaba Nueva York. La idolatraba más allá de toda medida...”. El
escritor Isaac Davis busca cómo empezar
su nuevo libro, y mientras empieza a sonar Rhapsody in blue, descubrimos que
Nueva York se va a convertir en la base de esta película. En el escenario y el
protagonista en el que una serie de personajes asisten al discurrir de sus
vidas comprendiendo, en cada secuencia, que su vida alejada de esta urbe
carecería de todo sentido.
Pocas
ciudades del mundo han recibido un canto tan glorioso como el que Woody Allen
construye en Manhattan. A partir de los espectaculares planos iniciales
acompañados por ‘Rhapsody in blue’, de George Gershwin, a lo largo de toda la
película con Nueva York como escenario y hasta protagonista, la ciudad emerge
como un itinerario vital al que el personaje principal, como alter ego del
propio director, se agarra para no sentirse un náufrago.
Un
hermoso canto a una ciudad en la que una serie de personas son analizadas por
el microscopio de Woody Allen. Y es que el director neoyorkino emplea sus
películas como el entomólogo su microscopio para analizar a los insectos objeto
de su estudio. A través de su cine, Woody Allen analiza al ser humano a partir de
una premisa fundamental de su conducta, su relación con los demás seres.
Vivimos rodeados de miles, millones de personas, pero es con esas diez o doce
personas con las que más convivimos, ya sean familia, amigos o parejas, con
quienes se desarrollan nuestros lazos sociales.
Desde
el cine más clásico de este director, que podría iniciarse dos años antes, en
1977, con Annie Hall, hasta películas tan recientes como Si la cosa funciona de
2010, es esa preocupación por reflejar la conducta del ser humano y su relación
con sus semejantes el gran motor de su cine. En Manhattan, Woody Allen nos
cuenta la historia de un escritor de guiones de televisión que, tras dos
matrimonios fracasados, mantiene una relación con una joven estudiante de 17
años. Isaac Davis conocerá a otra mujer de la que se enamorará y todo ello con
la vida de Nueva York como fondo. Un escenario que cobra vida a través de
escenas en la calle, ante el puente de Brooklyn, caminando ante el Carlile o
entrando en el Museo Guggenheim. Fragmentos de una ciudad que emergen para
convertirse en el único refugio que le queda a ese ser humano inestable e
inseguro, repleto de dudas y al que las circunstancias de la vida van
manejando, en ocasiones, por encima de sus propios deseos.
Pero
Woody Allen, además de un cineasta es un cómico, y sabe del valor de la risa o
del humor como elementos que nos permiten respirar
en ciertas ocasiones.
Es por ello que sus películas se llenan
de gags, de momentos de humor que parten sobre todo de una inteligencia fruto
de un gran interés y amor por la cultura, y el gag, en Woody Allen, surge del
diálogo, del choque de ideas, de la relación a través de la palabra y como ésta
se va haciendo cada vez más ácida.
Hay quien acusa al cine de este director, sobre todo a partir de este momento,
de ser demasiado profundo, de conducirte por unos terrenos demasiado elevados
para el público en general. Pero Woody Allen, lo que hace es hablar de esa
clase social que conoce, de una burguesía ilustrada vinculada a ambientes
culturales, convirtiendo ese microcosmos en una representación de la
generalidad. En muchos casos, esa disgresión sobre aspectos de la cultura le
permite criticar e ironizar sobre ellos, planteando momentos de una gran
lucidez a partir del análisis de nombres de la cultura.
Pero es Nueva York la ciudad que respira
por todos los costados de esta brillante película. Tanto al inicio como en su
final, las impresionantes panorámicas de la ciudad de los rascacielos conforman
un apabullante mirador, que durante la película desciende hasta las calles o
los diferentes locales por los que se mueven los protagonistas, hasta el punto
de acuñar algunas imágenes totémicas de lo que representa esa ciudad, como la
escena de Woody Allen y Diane Keaton contemplando el amanecer desde el East
River.
Una ciudad en blanco y negro, pero una
ciudad cargada de alma, de sentimiento, de vida. Latidos que se mueven al
compás de sus habitantes, unos seres felices de vivir donde viven, y donde
incluso en algún momento de la película evidencian lo que sería vivir fuera de
esa ciudad como una pérdida de todo.
Manhattan
supuso para Woody Allen su definitiva consolidación, no ya por esta película,
sino por estar integrada en un ciclo con Annie Hall, Interiores o Recuerdos y a
la espera de títulos en la década siguiente como La rosa púrpura del Cairo,
Hannah y sus Hermanas, Días de radio o Septiembre. Y así hasta hoy en día con
ese ritmo de producción ya conocido de una película por año con el que Woody
Allen se ha convertido en un referente cinematográfico. Sobre todo por mantener
todavía vigente un ritmo de calidad al que aún no llegan muchos de sus colegas.
Disfrutar de la hora y media que dura esta cinta supone un soplo de aire fresco
por cómo mantiene todavía plenamente vigente su propio espíritu, amoldándolo a
la nueva realidad de nuestra sociedad, esa misma a la que tantas veces se ha
asomado un genio del cine: Woody Allen.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra. 12/08/2012
Próxima entrega. Toro Salvaje (M. Scorsese, 1980)
Ningún comentario:
Publicar un comentario