luns, 27 de agosto de 2012

La idolatraba más allá de toda medida

clásicos para un verano “Capítulo 1. Le encantaba Nueva York. La idolatraba más allá de toda medida...”. El escritor  Isaac Davis busca cómo empezar su nuevo libro, y mientras empieza a sonar Rhapsody in blue, descubrimos que Nueva York se va a convertir en la base de esta película. En el escenario y el protagonista en el que una serie de personajes asisten al discurrir de sus vidas comprendiendo, en cada secuencia, que su vida alejada de esta urbe carecería de todo sentido.
 
Pocas ciudades del mundo han recibido un canto tan glorioso como el que Woody Allen construye en Manhattan. A partir de los espectaculares planos iniciales acompañados por ‘Rhapsody in blue’, de George Gershwin, a lo largo de toda la película con Nueva York como escenario y hasta protagonista, la ciudad emerge como un itinerario vital al que el personaje principal, como alter ego del propio director, se agarra para no sentirse un náufrago.
Un hermoso canto a una ciudad en la que una serie de personas son analizadas por el microscopio de Woody Allen. Y es que el director neoyorkino emplea sus películas como el entomólogo su microscopio para analizar a los insectos objeto de su estudio. A través de su cine, Woody Allen analiza al ser humano a partir de una premisa fundamental de su conducta, su relación con los demás seres. Vivimos rodeados de miles, millones de personas, pero es con esas diez o doce personas con las que más convivimos, ya sean familia, amigos o parejas, con quienes se desarrollan nuestros lazos sociales.
Desde el cine más clásico de este director, que podría iniciarse dos años antes, en 1977, con Annie Hall, hasta películas tan recientes como Si la cosa funciona de 2010, es esa preocupación por reflejar la conducta del ser humano y su relación con sus semejantes el gran motor de su cine. En Manhattan, Woody Allen nos cuenta la historia de un escritor de guiones de televisión que, tras dos matrimonios fracasados, mantiene una relación con una joven estudiante de 17 años. Isaac Davis conocerá a otra mujer de la que se enamorará y todo ello con la vida de Nueva York como fondo. Un escenario que cobra vida a través de escenas en la calle, ante el puente de Brooklyn, caminando ante el Carlile o entrando en el Museo Guggenheim. Fragmentos de una ciudad que emergen para convertirse en el único refugio que le queda a ese ser humano inestable e inseguro, repleto de dudas y al que las circunstancias de la vida van manejando, en ocasiones, por encima de sus propios deseos.
Pero Woody Allen, además de un cineasta es un cómico, y sabe del valor de la risa o del humor como elementos que nos permiten respirar en ciertas ocasiones.
Es por ello que sus películas se llenan de gags, de momentos de humor que parten sobre todo de una inteligencia fruto de un gran interés y amor por la cultura, y el gag, en Woody Allen, surge del diálogo, del choque de ideas, de la relación a través de la palabra y como ésta se va haciendo cada vez más ácida. Hay quien acusa al cine de este director, sobre todo a partir de este momento, de ser demasiado profundo, de conducirte por unos terrenos demasiado elevados para el público en general. Pero Woody Allen, lo que hace es hablar de esa clase social que conoce, de una burguesía ilustrada vinculada a ambientes culturales, convirtiendo ese microcosmos en una representación de la generalidad. En muchos casos, esa disgresión sobre aspectos de la cultura le permite criticar e ironizar sobre ellos, planteando momentos de una gran lucidez a partir del análisis de nombres de la cultura.
Pero es Nueva York la ciudad que respira por todos los costados de esta brillante película. Tanto al inicio como en su final, las impresionantes panorámicas de la ciudad de los rascacielos conforman un apabullante mirador, que durante la película desciende hasta las calles o los diferentes locales por los que se mueven los protagonistas, hasta el punto de acuñar algunas imágenes totémicas de lo que representa esa ciudad, como la escena de Woody Allen y Diane Keaton contemplando el amanecer desde el East River.
Una ciudad en blanco y negro, pero una ciudad cargada de alma, de sentimiento, de vida. Latidos que se mueven al compás de sus habitantes, unos seres felices de vivir donde viven, y donde incluso en algún momento de la película evidencian lo que sería vivir fuera de esa ciudad como una pérdida de todo.
Manhattan supuso para Woody Allen su definitiva consolidación, no ya por esta película, sino por estar integrada en un ciclo con Annie Hall, Interiores o Recuerdos y a la espera de títulos en la década siguiente como La rosa púrpura del Cairo, Hannah y sus Hermanas, Días de radio o Septiembre. Y así hasta hoy en día con ese ritmo de producción ya conocido de una película por año con el que Woody Allen se ha convertido en un referente cinematográfico. Sobre todo por mantener todavía vigente un ritmo de calidad al que aún no llegan muchos de sus colegas. Disfrutar de la hora y media que dura esta cinta supone un soplo de aire fresco por cómo mantiene todavía plenamente vigente su propio espíritu, amoldándolo a la nueva realidad de nuestra sociedad, esa misma a la que tantas veces se ha asomado un genio del cine: Woody Allen.
 
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra. 12/08/2012
Próxima entrega. Toro Salvaje (M. Scorsese, 1980) 

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