CLÁSICOS PARA
UN VERANO En 1979 Ridley Scott dirigió Alien, una obra maestra del género que
parecía iba a pasar mucho tiempo antes de ser superada. Pero solo tres años
después, ese mismo director, se embarcó en otro proyecto de ciencia-ficción que
desembocó en Blade Runner, una película que pese a ser maltratada en su
momento, algo que no había sucedido con su antecesora, hoy en día es lo que se
puede llamar una película de culto. De culto o no, lo cierto es que su lirismo
y profundidad abundan en esa percepción.
¿Sueñan los
androides con ovejas eléctricas? No se piensen ustedes que he sufrido un
cortocircuito en mi cerebro ante esa pregunta, pero es que ese es el título de
la obra de Philip k. Dick que inspiró el guión de Blade Runner, la película que
dirigió Ridley Scott y que, estrenada en 1982, supuso poner patas arriba el
género de la ciencia-ficción, al componer una portentosa obra que bajo esa capa
de cine de futuro provoca una agitada y hasta poética reflexión sobre el ser
humano y la capacidad de evolución de una nueva especie que deberá convivir con
el propio hombre que la ha creado. Son esos Replicantes que, confundidos con
los seres humanos, empiezan a tener sentimientos, a mostrar una proximidad al
ser humano que quizás sea su última forma de salvación.
La película
nos lleva al año 2019, fecha ahora muy próxima, pero que hace treinta años
parecía ser el marco idóneo para este proyecto futurista, allí, en un ambiente
denso y hasta sórdido, muchas de las marcas comerciales siguen vigentes y
brillan en los luminosos de los edificios. Llueve constantemente, quizás el
cambio climático ya ha llegado, y unos artefactos voladores conviven con
vehículos tradicionales. En ese paisaje asistimos a una persecución la de un
policía, interpretado por Harrison Ford, que pertenece a un cuerpo especial de
agentes llamados blade runner, cuya misión consiste en dar caza y ejecutar a
unos Replicantes (Nexus-6) que, tras haber protagonizado una rebelión, tienen
prohibida su presencia en la tierra. Todo esto se nos explica en unos rótulos
que finalizan con un brutal “A esto no se le llamó ejecución. Se le llamó
retiro”, un eufemismo cruel para un mundo muy diferente al nuestro, pero
imaginado de una manera muy realista, sin excesos futuristas y que parece
podría llegar a ser posible. Nada que ver con la frialdad visual de otras
películas del género como 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
Esos cuatro
replicantes llegados a la tierra, junto con otra replicante en proceso de
experimentación, más evolucionada y que llega a enamorar al propio protagonista
(la inquietantemente bella Sean Young), mostrarán a lo que puede llegar una
especie ideada por el hombre. Tanto la rebelión frente a su creador, como la
evolución de su forma de aproximarse al mundo les convierten en seres que en
realidad se rebelan contra su propio destino (poseen una fecha de caducidad de
cuatro años) y es por ello por lo que regresan a la tierra a buscar una salida
a esa muerte segura. Bajo la película subyacen muchas componentes filosóficas
que circundan esa angustia existencial que muestran los Replicantes ante la
certidumbre de su fin, cada vez con más recuerdos, con más impresiones de una
vida a la que renuncian a pertenecer. Impresiona la escena en la que el líder
de los Replicantes (Rutger Hauer) visita al creador de todos ellos. Un
enfrentamiento del Dios con el hijo de lúgubres consecuencias. Y es que Blade
Runner está repleta de secuencias antológicas, de pulsos entre la vida casi
agotada del ser humano y lo que puede ser una nueva realidad a través de esos
androides, físicamente más fuertes, más veloces y preparados para desarrollar
misiones que podrían ser muy peligrosas para el hombre. Secuencias como la de
Harrison Ford analizando una fotografía para encontrar pistas sobre el rastro
de esos replicantes, sus encuentros con esa nueva replicante que guarda en su
interior una biografía sentimental y que está capacitada para amar y sufrir,
los paseos por las variopintas calles de Los Ángeles y como no esa secuencia tan
lírica como hermosa en la que se enfrentan el blade runner que interpreta
Harrison Ford bajo el nombre de Deckard y el líder de los replicantes Roy
Batty. Quizás sea el último salto evolutivo reflejado en la capacidad para
mostrar compasión por el prójimo, salvando la vida en el último instante de su
oponente para finalmente morir el mismo. El esclavo ideado por el hombre, capaz
de sufrir, de vivir con miedo y que ahora siente compasión por un ser
indefenso. “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais (…) pero todos estos
momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”, pocos discursos
son tan profundamente líricos en la historia del cine como el que protagoniza
este no-humano, consciente de su fin, de que ha vivido y ha sentido una vida a la
que debe renunciar por la acción de sus creadores.
Se cumplen en
este año 2012 treinta años de aquel rodaje, treinta años en los que Blade
Runner se ha impuesto a un estreno cargado de dudas y hasta desprecios hacia
una película que aparecía cargada de demasiados mensajes profundos para que
calaran en el gran público. La crítica tampoco fue demasiado benévola con ella,
desde la presencia de Harrison Ford como protagonista hasta la música de
Vangelis fueron objeto de comentarios negativos, pero el tiempo, como tantas
veces, coloca las cosas en su sitio y hoy en día Blade Runner se muestra como
lo que es, una extraordinaria introspección sobre el ser humano desde una
visión futurista cargada de posibles realidades y que como toda gran obra
llenan su atmósfera, su impresionante atmósfera que se palpa al otro lado de la
pantalla, de inquietantes dudas y preguntas sobre lo que somos y lo que podemos
llegar a ser.
Publicado en Diario de Pontevedra 26/08/2012
Próxima entrega Sin perdón (Clint Eastwood, 1992)
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