Cae a plomo el sol en la calle, una febril temperatura que, al amparo de los gruesos muros de piedra del Edificio Sarmiento, se despoja de ese agobio imprevisto a estas alturas del calendario en estas latitudes. Se respira frescor en ese interior felizmente recuperado, la piedra brillante como si el tiempo se hubiese esfumado en un santiamén, las impresionantes escaleras resplandecientes y ese claustro, que dan ganas de encerrarse en él y no salir de allí, en definitiva, un cofre abierto para que ciudadanos y visitantes se aproximen a un tesoro que nos ha ido configurando como lo que somos desde el apartado artístico.
No es fácil viajar en el tiempo, ponerse en la piel de aquellos primitivos hombres que poblaron este territorio siglos y siglos atrás, pero uno parece que lo logra ante el fruto de su trabajo, ante unas producciones de subsistencia que nuestra mirada moderna ha convertido en obras de arte. Sus útiles de trabajo, sus ofrendas funerarias, sus inscripciones sobre la piedra... todo ello ha definido el arte del noroeste peninsular y define también a este edificio como un balcón abierto directamente al pasado. De la prehistoria hasta el comienzo del mundo medieval, miles y miles de años convertidos en piedras y cerámicas, en rudimentarias expresiones artísticas anónimas, alejadas de egos creativos, poseedoras de una inigualable potencia expresiva por lo que significan y suponen dentro de nuestra historia.
Desde esas piedras labradas empleadas como herramientas en el Paleolítico, hasta los impresionantes profetas que formaban parte del Pórtico de la Gloria, la colección del Museo de Pontevedra se desparrama por las dos plantas del Edificio Sarmiento a través de una serie de compartimientos que abrazan a ese claustro que no se puede parar de admirar, como tampoco uno puede dejar de detenerse ante esos ventanales que nos abren nuevas perspectivas hacia la ciudad. Tejados, geometrías, fugas, escudos, nubes, visiones de una desconocida urbe que surge del propio edificio hacia el exterior, completando la emocionante capacidad del anexo Sexto Edificio para permitir ese redescubrimiento. Es la función de una arquitectura nacida no solo como contenedor sino también como plataforma para recuperar a la ciudad, para generar una nueva vida a su alrededor y configurar una renovada mirada. Esa mirada se bifurca del interior al exterior, de unos espacios que nos conducen al pasado, hasta ese otro espacio exterior que nos integra en el presente. Ayer y hoy separados por un muro. Centímetros de piedra que marcan tiempos y que ahora podemos sortear. Pocas noticias habrá más felices en el año cultural que la consolidación de ese edificio como un referente, esperemos que no se malverse con otras actividades que poco o nada tienen que ver con su espíritu. Atravesar esos voladizos que nos conectan con el Sexto Edificio sugieren la potencialidad que ambos conjuntos pueden desarrollar como estandartes para una ciudad, pero también como foco de atracción. No hay más que detenerse en las impresionantes cifras de visitantes a la recién clausurada muestra sobre Dalí en el Reina Sofía para calibrar el potencial del mundo de la cultura en registros que van más allá del creativo. Para ello ambos edificios deben cohabitar con las acciones culturales de hoy, con exposiciones que por su calidad atraigan al espectador y lo fijen dentro de un itinerario cultural indispensable. De no ser así el cofre se convertirá en un mausoleo, y no como el de esa modesta tumba recuperada del yacimiento de A Lanzada, sino en el mismísimo mauseoleo de Halicarnaso.
Publicado en Diario de Pontevedra 7/09/2013
Fotografía Rafa Fariña
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